domingo, 23 de octubre de 2022

El muchacho de las algas


Un viejo con gorra de tela, blusa gris y brío adolescente, nada más llegar a la estación, se ofrece a cargar con tu maleta hasta el autobús. Un euro de propina. Después de hora y media de viaje llegas al aeropuerto. En el mostrador 125 recoges la carta de embarque. Buscas la puerta B26, vuelo 907. Son las tres de la tarde. El comandante saluda por megafonía a los 210 pasajeros. Te hubiera gustado ver su cara, asegurarte de su temple y profesión. Voláis a una altura de 30.000 metros, con una temperatura exterior de 30 grados F. Te ha tocado por compañero de asiento un señor cuya barriga flotante cae casi sobre tus mismas narices. Andas despistado con los usos horarios.

A pesar de las muchas horas desde que saliste de Barajas, en tu reloj son las tres y cuarto, justo la misma hora que marcan los monitores que cuelgan del techo central del avión. O sea que el tiempo no ha pasado, o ¿acaso el tiempo es un truco, un conejo sacado de la chistera de un mago? A este paso –le comentas al gordo que tienes al lado– llegaremos a Yucatán antes de haber salido de Madrid. En la tele ponen una peli de perros. Después de casi diez horas de vuelo, turbulencias, de idas y venidas al aseo, ¡por fin, en Cancún! Bochorno insoportable. Sudor. Humedad asfixiante.

El hotel Bahía Maya es un racimo de balcones abiertos al Caribe mejicano. El ocre, el azul y el amarillo de su estrambótica fachada destacan alegres sobre el blanco de la arena. Te despiertas a las tres de la mañana, desorientado, como el que se levanta después de una larga siesta. Los resplandores de una tormenta se cuelan por las mosquiteras de la puerta de doble hoja de la habitación. La cama es un gran poyete de obra. Antes de amanecer, ya estás en la playa. Quieres ver salir el sol. Dos pares de pelicanos, como cuatro dioses mayas, planean sobre el mar tranquilo. Un muchacho, no más de 18 años, recoge en montones equidistantes las negras algas de la playa. Huevos gigantes, verdes, cuelgan de una palmera. Son cocos –te dice el muchacho gorra azul, piel oscura, pantalones blancos y camisa a cuadro-servilleta de cocina. Le preguntas por dónde saldrá el sol. Te dice: ahorita con estas nubes no creo que salga. Su ahorita te suena a eterno. Aquí todo parece más grande. Grande el mar, grande el cielo al que no alcanzas a delimitar con tu mirada. Grande son los cirros que allá a lo lejos apuntalan la bóveda del cielo.

Grandes, también los cocodrilos. Troncos secos, vegetación exuberante, extensos charcos de agua escoltan tu cauteloso andar. Mamá cocodrilo se llama Adelita. Está tumbada en medio del camino que va hacia el manglar. Cauteloso detienes tus pasos. El muchacho de las algas te dice que Adelita sólo se pone furiosa si alguien pasa cerca de los huevos enterrados que ella guarda fervorosa. Sólo los humanos –añade– nos enfurecemos sin necesidad. El muchacho trae consigo un cubo con las sobras de la carne de pollo del almuerzo. Da una palmada, y los cocodrilos saltan como delfines hacia la comida.

Cada mañana es nueva y diferente. Hoy amanece encapotado. Gotas pesadas como el plomo caen aisladas sobre la arena. El muchacho de las algas, antes que el sol bese sus laboriosas algas, ya está rastreando la arena.

-Ayer, no te vi.
-Libré. Descanso un día a la semana. Esa libreta que llevas ¿para qué es?
-Para escribir.
-¿Y qué escribes?
-Todo lo que veo y me impresiona. Por ejemplo: ¿cómo te llamas?
-Roberto.
-Pues mira, ahora escribo en ella tu nombre.
En sus ratos libres el muchacho se dedica a buscar culebras. Lleva una rodeada al brazo. ¿Sabías que Cancún en lengua maya quiere decir nido de serpientes? Te la ofrece para que la cojas para que la sientas y compruebes que es inofensiva. Si no le haces nada, ella no te hará nada. Las nubes cada vez son más compactas. El cielo sigue encabronado por el sur.

Si este muchacho fuese más expresivo y no sólo contestase a tus preguntas con la receptividad educada de sus tiernos ojos negros, le preguntarías cuál es su país. El muchacho de las algas esquiva tus pensamientos como si supiera lo que pasa por tu mente curiosa. Roberto sube el rastrillo a la altura de su pecho, templa sus dientes, ves mover los dedos crispados de la mano que le queda libre, como si fuera un tenista derrotado tecleando los hilos de su raqueta. Y el muchacho de las aguas te confía su secreto: Mi verdadero nombre es Tukul, soy de Chiapas.. Aquí estoy de paso. Un clandestino, un ilegal más camino a Estados Unidos. Si los dueños de este hotel supieran quien soy no me hubieran dado trabajo, me delatarían.

Sábado. Has sacado la tumbona a la terraza frente a los arrecifes que allá lejos atrincheran el mar. Hoy los peces sonríen, el océano está en calma. Lo notas, porque los arrecifes no cortan el golfo de Méjico con sus espumas gigantes. Anoche, la luna acariciaba El Caribe, por eso sus aguas hoy son sedosas como el zumo de papaya, anaranjado, dulce y jugoso de tu desayuno. Esta mañana no bajas a la playa a conversar con el muchacho de las algas. Respetas su miedo. De haber hablado con él, le hubieses preguntado por el subcomandante Marcos, guerrillero zapatista, por el obispo de los indígenas, Samuel Ruiz. Hubieseis hablado de la opresión del pueblo maya, de la enfermedad de su madre, de la pobreza de sus hermanos, de su padre muerto por los Federales en la batalla de Ocosingo... y de tantas cosas odiosas… 

Alzas tu vista, y allá abajo, ves el muchacho de las algas barriendo la arena de las duchas. Y ves también ahorita como uno de los inspectores se acerca a Roberto. Luego, los dos muy serios, se dirigen a la oficina del gerente del Hotel Bahía Maya.


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