viernes, 26 de marzo de 2021

Lirios que alumbran de azul la noche




Se derrumbó el imperio maya. Fue derrotada la Armada Invencible. Mataron a Dios. Murió Mafalda. Cayeron las Torres Gemelas… Estos hechos, aun siendo graves, no impidieron que los lirios cada primavera alumbraran de azul la huerta, que los niños al salir del cole corrieran en busca de su merienda, que el novio suspirara por acabar su jornada para ir a abrazar a su amada con un beso de rojo intenso.

Hoy es distinto. Se hace larga la agonía. Más de un año con esa sensación de que no hay luz después del túnel. La inflexión, el declive, la bancarrota… Lanzados vamos hacia el abismo. Nuestro mundo tiene los días contados. Y no es sólo un sentimiento la causa de este bajón. Es la razón. Datos empíricos dicen que al reloj de nuestro planeta ya no le queda cuerda. El sol se enfría. Los mares se llenan de plásticos. Las reservas de agua del planeta escasean. El aire cada día se hace más irrespirable. Los glaciares se derriten. La polución. El calentamiento global… ¿Quién viendo su casa arder, no escaparía deprisa buscando un sitio seguro para librarse de este fuego apocalíptico? Más o menos es lo que nos aconsejó Stephen Hawking al advertirnos que sólo nos queda un milenio en este planeta, que dejemos de mirar nuestros pies y nos dispongamos a buscar otro mundo posible más allá de las estrellas.

Desde marzo del año pasado en que se declaró la pandemia estoy que no vivo. ¡Nos faltaba este capeador virus que ya cuenta con la friolera de casi tres millones de muertos! Los niveles de salud mental se disparan. Nos estamos volviendo locos. Este mal bicho además de quitarnos el cuerpo nos machaca el espíritu. El miedo y la congoja, la inseguridad, el estrés... se expanden como la grama por los pedregales del alma. ¡Cuán grande es nuestra fragilidad! Nosotros ¡que nos creíamos la leche! somos más endebles que una pluma azotada por el viento.

¿O será que me estoy haciendo viejo? Y lloro por no poder abrazar a mis nietos. Y a continuación, como si nada, dormito en el sofá viendo cómo la España de Luis Enrique se deja empatar por la infantería pesada de los hoplitas.

Mientras tanto, abajo en la plaza, un hombre, como si no hubiera pasado nada, pregunta a uno de sus vecinos, si por casualidad ha visto a su madre. El hombre tiene las manos untadas de sangre. Lleva bajo el brazo un bulto liado en un trapo. Es la cabeza de su madre a la que este perturbado acaba de quitar la vida.

¡Claro! que en lugar de venirme abajo con recuerdos tan luctuosos y macabros, de gemir como un nostálgico, podría sobreponerme, o consolarme al menos, escuchando por ejemplo a Juan Ramón Jiménez: 
Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros 
cantando; 
 y se quedará mi huerto, con su verde árbol, 
 y con su pozo blanco.
Pero, ¿para qué? ¿Acaso los lirios que alumbran de azul la noche de mis sueños, seguirán mañana derramando su semen caliente en nuestro estéril jardín?


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