Me quería más que yo a él le apreciaba. Éramos viejos amigos. Nuestra compartida juventud de ateneos culturales y algaradas estudiantiles nos había hermanado como un huevo de dos yemas. Teníamos parecidos gustos: Cortázar, el café con anís y las clásicas películas del oeste. Él también escribía, sobre todo poesía, muy cercana y al estilo de Brines: poemas de ausencias, de luces y de sombras, de silencios y agonías. Recuerdo aquellos versos que me dedicó con motivo de mi último cumpleaños. Llamo a tu casa / y no me abres. / O eres eterno, / o no has nacido todavía.
Yo vivía en un edificio cerca de la Estación de Zaraiche. Claudia, tenía su piso justo encima del mío. Esta vecinal circunstancia fue la que en más de una ocasión convirtió a la hija de mi amigo en nuestra mutua mensajera. El padre de Claudia vivía solo. Estaba completamente sano. De no ser así su hija no se hubiera ido del hogar paterno.
En cierta ocasión, le hice llegar algo acerca de una angustia vital que me invadió una mañana. Tan abatido estaba que, al oír el silbido del tren, ganas me dieron de bajar a la calle y tirarme a las vías. Para quitarme aquel mal pensamiento me puse a escribir. Traspasar mi angustia, convertirla en escritura es una costumbre que en momentos críticos no me va del todo mal. Mientras escribo me siento inmune a la muerte. Luego metí el papel escrito en un sobre y bajé al piso de Claudia:
Se lo das a leer a tu padre, a ver qué le parece.Nada más dejar el sobre en sus manos, me sentí más tranquilo, como quien se quita una alimaña de encima.
A los dos días, la misma Claudia me dio la noticia:
Me lo encontré en la cama, los ojos abiertos, su mirada fija, inmóvil, helada. Delante tenía el texto aquel que le entregué de tu parte. Luego le cerré los ojos. Ayer lo enterramos. Aquí tienes el escrito. Al fin y al cabo es tuyo.Me quedé de piedra. No le dije nada a Claudia de lo que en ese mismo momento me vino a la cabeza. Era demasiado fuerte establecer una relación entre la muerte de su padre y la lectura del mensaje que yo le enviara. De ser así yo podría haber sido su asesino. Hasta entonces, yo estaba convencido que escribir es una manera de vencer la muerte. Pero desde la muerte de mi amigo empecé a considerar que ciertos textos llevan dentro de sí una sustancia tóxica capaz de convertir a sus lectores en verdaderos dementes. Volví pues a leer el texto para comprobar el grado de crueldad que yo pudiera haber inferido en el mensaje que le hice llegar a mi amigo. Luego, entristecido y culpable, prendí fuego al papel aquel, como hiciera la sobrina de don Quijote con los libros de caballerías de su tío don Alonso.
Todo tiene peligro en esta vida, hasta la letra escrita.
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