Me dijiste que a veces te sentías más feliz escuchando un cuento o leyendo un libro, que incluso haciendo el amor conmigo. Luego para que yo no me sintiera ofendido, añadiste:
Si me dieran a elegir entre la vida y un libro, sin duda escogería el libro de tu cuerpo, pues pudiéndolo leer, fácil me sería entonces recrear la vida, el mundo entero que sueño.Me decías también que las charlas y las reflexiones no te aclaraban el camino que conduce a la Plaza Total de Pangea, esa tierra entera y sin fisuras:
Los conceptos me dejan indiferente. Los análisis y las ideas se quedan en la teoría de las abstracciones, elucubración aséptica, sin carga emocional, no disponen del efecto búmeran que cualquier cuento al escucharlo me produce. Los conceptos son nebulosas vagando sin carne y sin alma por el espacio de mi mente despistada y confusa. En cambio, un cuento me libera de un conflicto, me saca de un atolladero, me dice cómo debo convertir la insidia en abrazo, me hace volar, me convence de la mansedumbre de un león, de la sabiduría de un mendigo. Convierte la realidad en un sueño. Un cuento siempre está al alcance de mis entendederas, ya sea para alejarme del fuego, cuando sus llamas a punto están de consumirme; ya sea para acercarme a sus brasas, cuando me muero de frío.
No soy una ilusa. Sé que no son ciertos todos los cuentos que me cuentan. Pero algunos de ellos, se ajustan más a la verdad, que aquellas otras argumentaciones académicas que presumen de sabiduría. Es verdad, un cuento tampoco me deja del todo satisfecha. Ningún contador de cuentos jamás acabó de contarme el cuento que a mí del todo me deje contenta. Un cuento me lleva a otro cuento. Pero es que la realidad, la mayoría de las veces, me deja completamente perdida.Arrugué mi frente. Entendiste que no estaba del todo de acuerdo con tus explicaciones acerca del valor terapéutico de los cuentos. Seguiste hablando:
No sé si valdrá la siguiente historia para que comprendas, que a veces un cuento me abre los ojos, más y mejor que cualquier otra disertación académica. Escucha:
Estaba un día un niño en la orilla de la playa. Sacaba y sacaba cubos del mar y los vertía en un pozo que previamente había excavado con su rastrillo y su pala. Acerté a pasar por allí. ¿Qué haces, criatura? -le dije. Quiero sacar toda el agua del mar y meterla en este agujero, hacer del mar una tierra firme y unida, -me contestó. Seguí mi paseo. No le comenté nada al niño de la inutilidad de su hazaña. Tampoco le pregunté por qué quería cubrir aquel mar de Alborán con arena.
Al día siguiente pasé por el mismo sitio y el mar ya no estaba allí.
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