martes, 22 de septiembre de 2020

Libros de un bando y del otro


 
Ayer me llamó Elebé. Se viene a vivir a Murcia. Quiere que le ayude en el traslado de todos sus libros, notas, escritos, fotocopias, discos, pinturas,... a su nueva casa del barrio del Infante.

Llegamos bien temprano a Cartagena. Sin más, nos adentramos en su estudio, un sótano de más de cincuenta metros cuadrados, repleto de estanterías, de sueños, proyectos, ilusiones, vidas y reflexiones, apuntes, borradores, fotografías, cuadros, desgarrones, horas de silencio ensimismado, utopías compartidas, (para mí, imposibles; para él, aún vivas y realizables). Pilastras de cuadernos garabateados con la tinta de su dolor esperanzado, de sus tristes alegrías, lienzos de colores siempre en alza con los pinceles de sus vivencias y experiencias. Folios agitados de búsqueda y de pasión, bocetos, trazos purificados de subida creación. Este lugar ha sido para él su sancta sanctorum. Lo sé por la manera recogida y misteriosa con la que se mueve en medio de sus iconos más queridos: sus pinturas, su música, los libros.

Los libros, al ver a Elebé, saltan de alegría esparciendo las semillas de sus notas, de sus textos subrayados a diestro y siniestro. La contradicción de sus ideas va desde Marx a Williams Rheich. Escritos de psiquiatría rondan enamorando a Santa Teresa o a Juan de la Cruz. Los poemas de Makarenco se entretienen zalameramente deleitándose con los vinilos de Mozart. Revistas, como Pastoral Misionera, Noticias Obreras, de arte y otras de Teología liberadora le agradecen su contribución y cariño. Lenin, Gramsci, Rosa de Luxembrugo... reposan sus rostros sobre el costado de algunas biografías de Jesuscristo. Dos grandes hileras de estanterías baten el hierro de sus convicciones y controversias. Elebé y yo andamos por un estrecho pasillo de no más de dos metros, vamos recogiendo los desperfectos de esta batalla abierta a sangre y fuego entre los libros de un bando y del otro. Francisco de Asís, Ibn Arabí, Dostoievski, Gerardo Bruno, Lao Tse, Sócrates, Carlos Marx, Thomas Münzer, Antonio Machado, Marcel Legaut, el Abbe Pierre, Gandhi, el Insumiso de Palestina, el Che,... todos reclaman nuestra atención.

Al azar vamos metiendo libros, tal como nos vienen, en las cajas de cartón que para tal efecto hemos traído. Algunos, no dejan de pelearse entre ellos, se resisten a abandonar su habitual contienda; otros, lo más avenidos, los que felices reposaban junto a la ventana que mira al jardín, dudan de su porvenir tranquilo. Los sensibles amarillos de la acacia salvaje, el cañar espigado de silbos, las flores de la calabaza, ¿a dónde ahora dirigirán su mirada, luego que los libros, los de un partido y del otro, se hayan ido? El jazminero trotamundos que ha sido testigo de jadeos, de meditaciones, de sorpresas, de lecturas reveladoras, de coitos desparramados en el místico amor de un deseo eterno, ¿a quién ahora regalará su blanco aroma?

Freud, Rhaner, Teilhard de Chardin, Rousseau y otros, desde la última fila de la estantería, han tenido la suerte, hasta hoy, de contemplar el peregrinar de los pájaros que diariamente venían a saciar su sed en el paraíso de los anaqueles de esta casa. Tanto Engels como Bakunin, situados más abajo, en la escala del desorden aparente de una biblioteca siempre en plena revuelta, son los primeros en no poner resistencia en el traslado, como si augurasen para ellos un posicionamiento más reconocido en la nueva mansión que les espera. Tal vez, allí, las ideas muertas de estos autores encuentren su conjunción deseada: vida y espíritu, teoría y práctica, tesis y antítesis, materialismo dialéctico, complementariedad y armonía, un próspero avenir y renacido cambio social.

Cargamos el coche hasta los topes. Mi indiscreción oliscona se ha percatado en el contenido de una de las últimas cajas: los temas más íntimos de Elebé relacionados con su mujer y sus hijos, su sagrado bibliario. ¡Ay, con qué fuerza he oído latir el corazón de esta caja!

De vuelta a Murcia, cargados con tan rico botín, hemos parado en El Albujón a recalentar nuestro envarado estómago con un asiático en el bar donde justamente inventaron este caprichoso coctel hecho a base de café, canela, leche condensada y coñac. He mirado fijamente a Elebé y he visto en el líquido espejo de sus ojos a un hombre llorar por su pasado. La humedad de su mirada me ha contagiado hasta el punto que no he podido decirle:
Mi amigo, puede que ya no vuelvas a vivir tu pasado, pero tus libros, al menos, los llevas contigo.





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