sábado, 18 de julio de 2020

Los hermosos bosques de amarilis



Mientras estaba allí en el campo, absorto con el cuidado de los árboles, la parra, el nogal y la maracuyá, los geranios, las gallinas, el agua del brazal… ¡era todo tan seductor! que no tenía tiempo, (no quería tener tiempo) para otra cosa. Encandilado estaba con la belleza de la naturaleza a secas. Me pasaba todo el día en estado permanente de plenaria contemplación vacía.

Alejado del alboroto humano y confundido allí con la música de los pájaros y el canto de las chicharras, el aleteo de los cipreses,… me sentía más próximo a la gente, más identificado con las cosas que a mí alrededor no tenía. Con sólo mirar un simple detalle, por ejemplo el frescor de la sombra del pino sobre el empedrado de la era, me bastaba para adivinar un rostro, un objeto, el mundo entero. No siempre la cercanía es señal de estar juntos.

Tu ausencia así como la distancia que de ti me mantenía separado la percibía con tal fuerza que jamás en mi vida me había sentido tan acompañado. Allá, en el extrarradio de la civilización, atareado en las cosas simples y vulgares, centrado en el ajetreo natural que requiere el cuidado y el mantenimiento de un trozo de tierra, ni siquiera tenía tiempo para la nostalgia de verme privado del placer del roce de tu cuerpo y su disfrute.

Tuve que abandonar el campo porque, insisto, era tanta la fuerza de su atracción que me sentía cautivo de su belleza y al mismo tiempo privado de tu hermosura. Tanto placer limitaba mi capacidad de emplearme en otras cosas. Entendí que apegarme demasiado a la majestuosidad de aquel bucólico lugar embotaba mi corazón y mi mente, de alguna manera me convertía en su prisionero.

Y al hilo de este sentimiento, me hallo ahora, aquí cómodamente sentado en mi estudio de la ciudad, disfrutando entretenido de la lectura de Las Bucólicas. Y recuerdo lo que me dijo allá, por los montes de Albacete un viejo amigo granjero:
Yo, hace años, con sólo cuidar de mis vacas, tengo bastante.
A la sazón este hombre que así me habló, en sus tiempos jóvenes, estuvo dedicado a la ciencia, a la política, traductor y exégeta de lenguas griegas y latinas, estuvo también luchando desde la paz por la amnistía, derribando verjas y fronteras. Luego al despedirnos, como prueba de su amistad y mutuo entendimiento, me regaló un queso por él mismo elaborado, al tiempo que me citó de memoria el primer verso de las Églogas de Virgilio:
Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi
silvestrem tenui Musam meditaris avena;
nos patriae fines et dulcia linquimus arva.
nos patriam fugimus; tu, Tityre, lentus in umbra
formosam resonare doces Amaryllida silvas.
(P. Virgilio Marrón. Egloga Prima)


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