sábado, 25 de julio de 2020

Cuando escribo es como si creyera


Hasta hoy Arturo siempre había tenido de sí mismo la mejor opinión. Nada se le resistía. Era lo que se dice un todoterreno. No se amilanaba ante cualquier invasión de sus enemigos fronterizos. No sólo eso, sino que consideraba que aquellos que no conseguían levantar cabeza o que se deprimían sin poder venirse arriba, eran unos pusilánimes, personas sin voluntad, despreciables. Y que, si se sumían en el desánimo, en la desgana o en la tonta melancolía, era porque querían. Unos blandos, eso es lo que son –decía Arturo.

Esta mañana Arturo se ha levantado temprano. El alba es su mejor momento. Pero hoy no es su día. Ha pasado una noche horrible. Ayer se enteró que su prometida Ginebra anda en amores secretos con Lancelot. Por su cabeza pasan los peores pensamientos. Se asoma por la ventana por ver si el amanecer con sus aguas limpias quitara de su mente la inexplicable locura de acabar con su vida. ¡Ni por esas! Ni el frondoso nogal, ni los aromas del romero y del espliego, tampoco el nítido azul del alba consiguen sacarlo de su abatimiento. Arturo, que hasta ahora ha librado batallas sin número, no es capaz de vencerse a sí mismo.

Y esta mañana cuando ve comiéndose este mismo marrón que anteriormente él siempre había criticado en los demás, comprende lo equivocado que estaba. Está completamente aplastado. No tiene motivos. Todos sus flancos los tiene protegidos. No le debe nada a nadie, tiene su porvenir resuelto con las regalías de sus grandes propiedades. Ginebra dice que lo adora. Pero Arturo sospecha. Ningún hombre al cien por cien está seguro de su mujer, como tampoco lo está cualquier mujer de su pareja. Todos sabemos que cuando otro amor irrumpe con la fuerza natural que le caracteriza, actúa como un ciclón ante el cual nadie puede responder de su fidelidad y entereza.

La guerra para Arturo es una necesidad espiritual. Así como el monje suspira por Dios, Arturo anda tras su espada para no acabar loco. Cuando todas las puertas se le cierran y el sin sentido y la angustia lo convierten en un gusano atrapado en su propia basura, cuando se le acaban las pilas, cuando su corazón duda y la bilis ensucia su alma, Arturo, como el enfermo que acude a sus sesiones de quimio para vencer el cáncer, echa mano de su espada para librarse de su existencial tristeza.

Arturo lleva ya dos horas mirando los jardines de Camelot. Anda embebido en la nada desesperada de su yo desquiciado. Por sus ojos ya puede pasar la aurora acompañada de sus mejores luces y colores, el verde de la parra virgen que engalana los torreones de su castillo, el blanco virginal de las flores de los baladres. Nada le dice nada. Todo es una mierda. A él lo mismo le da que el sol salga por Antequera o que se meta en una cueva a dormir su siesta. Arturo no es nadie. Quiere morirse en esa nada que lo confunde. Anda necesitado de una ayuda sobrenatural, porque ya nada de lo natural le satisface y enamora.

Pero esta mañana el alba le dice al guerrero que la pluma es más poderosa que la espada. Ordena por tanto el rey que le traigan su escritorio. Arturo no se atreve a escribir estos malos pensamientos que ahora pasan por su mente, no vaya a ser que, al plasmarlos en el papel, se fijen dando así cumplimiento a su funesto propósito. Con todo Arturo se arriesga, coge el cálamo y sumido al instante se halla en una insospechada experiencia mística. Liberado al momento queda de sus suicidas pensamientos.

Yo como Arturo tampoco creo en la escritura, pero cuando escribo es como si creyera.


2 comentarios:

  1. Hola Juan, soy Paco Rosillo; me ha gustado el escrito. Leo de vez en cuando las páginas que escribes y casi siempre encuentro algún valor. Me alegro que sigas tan activo.

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    1. Una alegría grande saber de ti. Un abrazo fuerte, tan fuerte que supla y compense el tiempo que no nos vemos.

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