domingo, 28 de junio de 2020

Antes y después de la pandemia





Ante tanto desbarajuste increíble y esperpéntico, la creación literaria es un recurso inútil. Hoy día, el escritor para poner su imaginación en marcha sólo necesita estar atento a su alrededor.

El cirujano, nada más terminar su intervención, te pronostica un buen restablecimiento.
De esta operación a corazón abierto, mi querido paciente, saldrás más fortalecido.
Después de tres meses en estado de coma, por fin, recuperado, vuelves a la calle, la calle de la Nueva Normalidad. Notas a la gente explosionada: un regimiento desaforado a las órdenes de un rompan filas cuartelero. Has nacido de nuevo. Pero no consigues aclimatarte al medio, que diría el biólogo. Los médicos, cuando te dieron el alta, dijeron que todo iría a mejor. Pero tú te sientes peor. Todo te da vueltas. Hasta las palmeras milenarias, quietas desde siempre en la avenida de La Estación, agitan sus alas desgreñadas y azarosas en busca de los azules espantados de un cielo en desbandada. Niños desbocados, zigzag en bicicleta, quiebran el paso de un cocodrilo asustado que va camino del río a remojar sus escamas de punta. En la explanada del Museo del Enclave, una camioneta con sus altavoces a todo volumen anuncia que se arreglan cuchillos, navajas y tijeras... Y canta el quincallero-flamante-motorizado-ambulante a ritmo de pasodoble:
Para cortar el pan duro
para tiempos complicaos
No haya más seguro
que unos dientes afilaos.
La nueva realidad es un tío vivo. Estás mareado. La carretera del desvío está de bote en bote. Domingueros atascados en ruta hacia las lagunas de Estigia, un Mar Menor de fango negro hasta los topes. Nada es igual que antes. Procuras guardar el equilibrio. Junto a los contenedores del hogar del pensionista ves a una familia al completo rebuscando en la basura. El índice Foessa más certero siempre fue para ti esta escena. Pasas despacio junto a ellos y escuchas respirar al hambre, y si agudizas más tu oído interior, sientes a la misma muerte. Llegas al parque de La Compañía. Aquí, delante de los caños sonrientes de la fuente, encima de una doctoral tarima, dos oradores: Cañizares y Mendoza. Dos reses bravas embisten a la muchedumbre con arengas vitorinas. La gente, ni puñetero caso. Hace tiempo que curada está de Dios. Todos enganchados en exclusiva a sus móviles. Sólo tú, que al nacer te dejaste el smartphone en la incubadora por puritanos motivos contaminantes, escuchas a los magistrales. Si el cardenal arzobispo te dice que el suero que te administraron en la UVI estaba hecho con zumo de células de fetos abortados, el otro, el rector de la universidad católica de san Antonio, no se queda corto y te advierte que lleves cuidado con el chips que te implantaron cuando te operaron, pues está manipulado por Satán, regulado por las fuerzas oscuras del mal.

No aguantas más. Tienes el cuerpo descompuesto. Te cagas por la pata abajo. Tu mareo es infinito. No paras de vomitar coronados cuajerones de embriones infestados por el diablo. Alguien llama al 112.

Nada más llegar al hospital, le dices al médico de urgencias:
Por favor, quiero, que me desoperen, quiero regresar a mis días anteriores de la pandemia.

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