viernes, 15 de noviembre de 2019

La mesa del abuelo




Mientras que tuvo consigo las cosas, no las sentía. Por ejemplo, la mesa-escritorio que heredó de su abuelo, en la que estudió y sacó la carrera, sobre la que escribió la primera carta a su novia, en la que diariamente, durante más de cincuenta años, anotaba todo lo relacionado con su vida y su trabajo... Hasta que no se deshizo de la mesa, no se dio cuenta de ella.

Hace más de cien años que esta mesa fue soporte de entrañables confidencias, atril de suculentos almuerzos, cómplice secreto, sagrado refugio, cofre-depositario, tabernáculo, oyente exclusivo de aquellos primeros versos que el abuelo compusiera a la abuela Emérita.
Ajedrea, manzanilla,
los dos ojos de mi niña,
vapores de seda fina
rezuman por su mejilla.
De tanto sentarse el nieto a la mesa del abuelo, la abuela llegó a confundir sus nombres. Los objetos que tratan de continuo a las mismas personas, al final consiguen hacerlas iguales. El nieto, cuenta la abuela, ha salido cortado al abuelo:
Los dos calzan el mismo zapato. Si a aquel le gustaba escribir versos, a éste le gustan las metáforas más que a un tonto un lápiz. Si mi marido enamorado andaba por la soledad del campo, su nieto se desvive por el silencio de los almendros y las oliveras.
La mesa estaba rota y desentablillada de los corcones que tenía. Las patas desencajadas, los cajones desarmados, el hule de su tapete, manchado de tinta, corroído. A pesar de haberla el nieto barnizado varias veces, encolado sus maderas, renovado sus herrajes, ajustado sus escopladuras... la mesa no daba más de sí.

Hace tan sólo unos días que el nieto se ha desprendido de ella. Con sus maderas cocina para los suyos una paella de arroz con verduras. Pero hoy, ya la echa en falta. El nieto llora la mesa como Magdalena a un crucificado. Pensó sacarle una foto antes de quemarla en la barbacoa. Se le pasó. Al menos su retrato hubiese aliviado su pena. La besaría como besa la madre la estampa de su hijo muerto en accidente de tráfico. Ahora el llanto del nieto es doble: lamenta la quemadura de la mesa y, además no tiene siquiera el consuelo de su virtual presencia.

A estas alturas de sus años, el nieto (ahora también abuelo) descubre en las cosas sabores íntimos, perfiles humanos, apegos que cariñosamente le atan como un niño al fetiche de su muñeco preferido. Con ingenuidad casi poética eleva la mesa desaparecida a la categoría de lo singular y de lo vivo. Incluso aquella piedra que siempre fue cuña para que la puerta del patio de la casa de los abuelos no golpeara, debido a la corriente, en las tardes frescas del verano, en su recuerdo tiene corazón y alma y oye de las venas estriadas los latidos de la piedra.

Hoy el nieto se percata de la ausencia de la mesa. Siente dolor y rebeldía, al tener que reconocer que la carcomida materialidad de las cosas, la pálida celulosa de aquellas libretas de versos que en sus cajones guardaba, no suple la física y animada realidad que evocan.

El recuerdo, ladrón del tiempo, es el último recurso que dispone el nieto para continuar poseyendo la mesa. El nieto no es tonto. Sabe que el pasado no volverá... pero es lo único que le queda.


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