domingo, 9 de junio de 2019

Un calcetín bien atado



A pesar de sus lamentables circunstancias, el sueño fue evocador y dichoso. Cuatro maderos ataviados de porras me perseguían con fiereza. Iban tras de mi para cazarme. No ofrecí resistencia. En lugar de echar a correr, me dejé poner las esposas como novio a quien su prometida le coloca el anillo el día de su boda.

Una vez dentro de la cárcel, una nube inmensa de presidiarios, apretujados en el patio, escuchábamos un concierto. El grupo musical invitado era Jail is freedom. Este conjunto alternativo, entre la ucronía y el retrofuturismo, la psicodelia y el lirismo nos deleitaba con melodías desbordantes. Cuanto más disparatados y altisonantes eran los compases y las letras de sus canciones, mayor era nuestro pedo y delirio. Los cuerpos excarcelados se balanceaban como golondrinas migratorias sobre los carrizales. En el descanso me acerqué al economato a beber algo, estaba seco. Allí me encontré con el Chivante, el raterillo de mi barrio. Nos fundimos en un caluroso abrazo. Éramos los hombres más felices de la tierra, lejos de la basca que choriceándose unos a otros se hacían cisco por las calles de la Libertad del mundo de afuera.

Y a partir de aquí, lo que sigue, ya no sé si es parte del sueño, invención mía, o tal vez responda a la puta realidad. ¿Acaso la vida no es un mal refrito de realidades y deseos?

Fue entonces cuando le dije al Chivante, al hijo de la Salvadora, mi vecina de cuando yo vivía, allá por la década de los 80, en la calle Piteras de Los Rosales:
¿Te acuerdas, tronco, aquella vez que trepaste la tapia de mi casa para chorarme la calderilla que mis hijos guardaban en un calcetín atado?
Con palabras indulgentes me dijo:
Claro que me acuerdo, hermano. Tus hijos ahorraban la guita que tú le dabas cada semana para comprarse un dron con cámara incorporada para ver por la jeta todos los partidos de la Condomina.
Y ya puestos a recordar, -me dijo a su vez el Chivante:
Jamás olvidaré aquella noche que sacaste la cara por mi delante de aquellos picos.
A eso de las once de aquella noche me retiraba yo a casa, después de una reunión en la Asociación de Vecinos, cuyo tema principal era precisamente la convocatoria de una manifestación contra la droga. Un coche de la policía nacional merodeaba por la Plaza de Las Viñas. Paró frente a Correos. De pronto vi como al Chivante lo metían a empujones en el coche. Me acerco, quiero saber qué ocurre:
¿Jose, qué es lo que pasa?
El Chivante me contesta:
Hola, Juan, mira, que no llevo el carné y me han metido aquí. Dicen que me llevan a chirona.
Un poco excitado me dirigí a uno de los agentes:
No es motivo llevar a un individuo a comisaría simplemente por no llevar la documentación. Yo mismo tampoco llevo el deneí, como tantos otros que a estas horas estarán tomando cervezas en Platería, sin que ninguno de ustedes les importune.
El policía me ordena con mala leche:
¡Pues suba usted también al coche patrulla!
No me negué, al contrario le contesté:
Con mucho gusto, señor agente, será para mí un honor solidarizarme con el hijo de mi buena vecina la Salvadora.
El policía, nada más oír la palabra solidaridad, se encolerizó aún más. De inmediato le dice al chófer:
¡Venga pues, arranca, vamos todos a comisaría!
Una vez en Comisaría nos dejan en un pasillo. Nos sentamos en un banco, junto a un chico y una chica. Todos con cara de no haber roto un plato en nuestra vida, excepto la chica que no paraba de hablar, era su manera natural de ahuyentar su miedo. El guardia que nos custodiaba le dijo de malos modos a la muchacha asustada: 
¡Y tú,  a callar, cierra ya la maldita boca!
Entre inocente y satírico le digo yo al guardia: 
¿Aquí es que también está prohibido hablar? ¡Ni que estuviéramos ya muertos y sentenciados!
¡Qué va, puede usted hablar todo lo que quiera antes de palmarla! –sentenció el policía, si cabe más irónico que yo.
Al rato, después de aguantar la presencia chulesca de los agentes que al pasar se paraban sin más delante de nosotros, contemplándonos como apestados, nos hicieron desprendernos de todo lo que llevábamos en los bolsillos. Vamos, de risa: un mal pañuelo sucio, mis llaves atadas como llavero a un largo cordón azul interminable, dos o tres monedas y un pequeño cromo de Mafalda que me había servido de modelo aquella mañana para confeccionar una ficha para trabajar con los niños en clase. Recordé situaciones parecidas que tuve que soportar en los tiempos de la clandestinidad: cacheos, fotos, el piano, calabozos, interrogatorios sórdidos y estúpidos…

Pasadas unas horas interminables, por fin me llevan ante el comisario. De buenas maneras este hombre quiere hacerme entender por qué en barrios como el nuestro, y dentro de toda licitud, la policía se ve obligada, como medida de prevención, a disuadir e intimidar a posibles sospechosos. Me habló además que la Constitución en situaciones de peligrar la salud pública admite actuaciones  como la que sus agentes acaban de acometer contra nosotros. Noté al comisario con ganas de hacerme ver su ilustrado saber leguleyo ante problemas sociales como la marginación, la desestructuración familiar, la migración… Educadamente le dije que yo no estaba allí para escuchar una clase de derecho constitucional, que se limitara a cumplir con su deber y que ¡santas pascuas! Inteligente, el comisario cortó el rollo:
Pues bien, ya se puede usted marchar.
Todavía no,–le contesté respetuoso. Si pudiera ser, antes de irme quisiera quedarme hasta saber cómo queda el asunto de mi vecino el Chivante.
Tuve que esperar todavía una media hora. Al final salimos los dos en libertad. Y al Jose le dije un poco en plan duro:
Si en lo sucesivo, Jose, no quieres pisar antros como éste, tienes que andar con pies de plomo. Aquí hay mucho burro metido.  
Al día siguiente el Chivante llamó a la puerta de mi casa. Cabizbajo y con lágrimas en los ojos me devolvió el calcetín donde mis hijos guardaban sus pequeños ahorros.


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