viernes, 10 de mayo de 2019

Memento mori



Le dije (estaba ya muy mayor): ¡Llegará un día que tendrás que dejar este mundo! No soy un sádico. Yo quería que la muerte no la sorprendiera de mala manera. Quería que se hiciera a la idea de su final, para que las cuchilladas de la guadaña la hiciesen sufrir lo menos posible. Quería yo también convencerme a mí mismo que soy polvo y ceniza. Vi como mis palabras le afearon la cara. Me mordí la lengua. Le volví a preguntar, ahora de un modo más positivo, más estimulante:
¿Qué día de tu vida conservarías en tu recuerdo por encima de los demás?
Cerró los ojos para hacer memoria. Se concentró. Luego al instante se le soltó la lengua, se le iluminaron los ojos:
No fue por supuesto el día de mi primera comunión. Ni aquel día de san Marcos en el que tu padre me dio su primer beso. Ni el día en el que yo te parí, o nacieron tus hermanos, o aquel otro en el que terminamos de pagar la hipoteca de la casa. Tampoco cuando acabó la guerra. O aquel verano que me bañé por vez primera, a mis setenta y cinco años, en las playas de Mazarrón. Cuando tú saliste de la cárcel tampoco fue ese el día más feliz de mi vida.
Esperaba yo ver en su boca ese día memorable que, cual niña que no quiere que le arrebaten su muñeca, me escondía. Volví a insistir. Ella se hacía la distraída, o tal vez extasiada estuviera recordando ausente el momento más feliz de su vida. La vi con tanta calma y, de pronto, tan hermosa, que me emocioné. Parecía la misma Sibila de Delfos que pintara Miguel Ángel. Si ella olvidó la respuesta, yo a mi vez renuncié a mi pregunta. No la importuné más.

Y fue precisamente entonces cuando escuché de sus labios visionarios:
Ese día todavía no ha llegado. Lo más importante, hijo, no es lo que he vivido, sino saber lo que me aguarda.




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