miércoles, 29 de mayo de 2019

Crecí para ti, tálame





Está de más explicar, comentar o razonar un poema. Es como echar agua al vino. Pero tratándose de Madrugada tarda, hice una excepción. Los versos de los que hablo no salieron del alma, sino más bien de la rivalidad y la envidia. Andábamos mi amigo y yo, al igual que Góngora y Quevedo, a ver quién la tenía más larga a la hora de esculpir en rimbombantes rimas el simple y bello rostro del alba. Así no. Para hacer poesía es preciso no dejarse llevar de los celos. Prescindir de los floripondios. No mentirse a sí mismo.Tener el ánimo en calma, o si acaso, en dulce y sosegado arrebato. Nos propusimos por tanto imitar cada uno por su lado La hora de Juana de Ibarbourou:
Tómame ahora que aun es temprano
y que llevo dalias nuevas en la mano.
……..
Hoy, y no mas tarde. Antes que anochezca
y se vuelva mustia la corola fresca.
Esta poetisa uruguaya nos seducía a ambos por su sensualidad y melancolía, por sus alusiones constantes a la naturaleza en su estado más montaraz y prístino.

Quise hacer caso a Bretón, vivir la poesía, y hasta me puse en trance para que, al leer los versos de mi amigo, éstos movieran las aspas del molino de mi vivir desazonado. Fue inútil. El poema de mi contrincante no tenía sustancia alguna:
Virgen la rosa temprana,
mustia al llegar la noche,
estéril y deshojada…
Sus versos eran un mal plagio del Collige, virgo, rosas, de Ausonio. Yo quería celebrar la fiesta eterna de la cosas, pero el licor barroco y petulante de la composición de mi amigo envenenaba mis sentidos. La resaca de sus beodas letras ennegrecía mi dionisíaca existencia. Las flores de la muchacha de mi amigo nada tenían de juventud y frescura, olían a mierda. En cambio las de Juana me sabían a carne olorosa, lluvia, nieve y rocío, a luna y pétalos, nardos, a campo y trigo.

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