martes, 9 de abril de 2019

La palmera y el olivo




Igual que cuando nos lavamos los ojos con agua de rosas y la picazón y la borrosidad de nuestra mirada desaparecen, era lógico y consecuente que, tras tarde tan deliciosa, yo tuviera aquel sueño afortunado. Las historias que nos suceden, los objetos que nos rodean, casi siempre esconden su esencia, esa claridad elocuente con la que tan ricamente andan engalanadas todas las cosas.

Al final de esta crónica relataré el sueño. Pero antes conviene exprimir la realidad a su máximo exponencial, Sólo así podrá luego prender el porvenir de la utopía.

Aquella velada resultó ser superdivertida, no en su sentido de vacuo entretenimiento, divagación o irresponsable escapada. Todo lo contrario. Fue una tarde feliz. Feliz y consciente en su acepción más honda y genuina. Nada dicharachero, ni superficial, nada hilarante nuestro encuentro. Es cierto, nos reímos a mandíbula abierta; pero también lloramos como criaturas inocentes.

El día nublado y frío, propicio para la intimidad, los abrazos y el cobijo. Una fina lluvia alfombraba nuestros pies jubilosos y deslizantes hacia el festín de Los Almillas. Un recio olivo y una bella palmera nos habían convocados en aquel restaurante del carril del Gilandario. Nos juntamos veinticinco. Miento. Allí estábamos muchos más, si cuento a los que no estando, estaban de manera tan real que su recuerdo, su pasado se hizo verbo presente. Pues tiene la memoria ese poderío que convierte el ayer en ahora, y el olvido, en remembranza. Tanto la comida como el coloquio fue dulce y apetitoso, dionisiaco y nostálgico, sincero y espontáneo.

Cada vez que alguien tomaba la palabra, tanta era la dicha que allí reinaba, que yo no escuchaba nada, (por no culpar a mi atenta y socorrida sordera); pero mi interior sí oía el fino tañer de los violines de cada uno, la suave caricia de la seda al roce de los corazones. Repito: como un extraño ser al que se le ha privado del oído, no apartaba mi vista de los ojos luminosos, abrillantados de mis amigos, No necesitaba saber lo que decían, para entender que sus palabras latían como las cuerdas de la guitarra cuando ven bailar a la muchacha preferida. Tal era el placer y el encanto de sus caras que, siendo tarde y con nubes, yo vi el sol amanecer por las montañas del alba. Tal era el subido color de los labios de las mujeres, el acendrado y embobado mirar de los hombres, que besos y flores veía yo por todas partes. Con sólo detenerme en sus caras sabía de sus quereres. Con sólo advertir los poros de sus cuerpos abiertos, veía yo salir del horno de sus bocas los panes horneados que necesita el orbe para saciar su anhelo. Siéndome imposible interpretar lo que decían, no me sentí fuera de aquel lenguaje suculento, cifrado y transparente. Me pasó lo mismo que aquel día que contemplé aquel pergamino antiguo repleto de jeroglíficos incomprensibles. Tan bien dibujados, tan bellamente distribuidos y labrados estaban en aquella piedra enriquecida por los años, que para comprender, no necesité saber lo que decían. Es como si alguien se atreviera a decir que tras la audición de La Resurrección de Gustav Mahler, no entendió nada por desconocer la lengua germana. Con sólo ver la humildad en las lágrimas cristalinas de aquel vigoroso árbol, o la dicha de las uvas que colgaban de aquella parra de Alejandría, me bastó para comprender que sus almas cantaban como los ángeles.

Y llega ahora el relato de mi sueño prometido:
Era muy entrada la noche, pero el sol lucía entre las cañas alegres de la acequia de la Herrera. No muy lejos de allí, vi una noria. Hacia ella dirigí mis pasos. Y fue entonces cuando realmente me sorprendí. El cauce del río estaba totalmente seco, pero los cajones de la rueda aquella no paraban de sacar agua.

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