martes, 2 de abril de 2019

El Castillo del Miedo







He aquí que lo renuevo todo. Estas palabras de Isaías fue el lema que hiciste grabar en tu escudo nobiliario. El aburrimiento, el ocio y lo cotidiano te envejecía, te convertía en un autómata abúlico y tedioso.

Para salir de tu vulgaridad congénita, en una noche de borracheras te batiste en duelo por una joven princesa rusa. En la contienda resultó muerto un señor de abolengo y pariente de reyes italianos. Aquel luctuoso lance te costó el confinamiento en una isla en medio de la nada, propiedad del ejército español. Y lo que parecía ser un destierro capaz de acabar contigo, resultó ser una bendición para las neuronas de tu corazón dolido.

Una vez acabada tu condena, después de estar casi un lustro atado a las cadenas de las olas de un mar desolado, de los vendavales, del silencio de tus miedos, de las águilas culebreras, del mudo crujir de tus tripas hambrientas; alimentado sólo de hierbas, caldo de piedras y lagartos, te enamoraste de aquel reducido, hermético y callado erial (de apenas cien hectáreas), que fuera el caladero de tu encierro. Tan encaprichado andabas de tu cárcel que se lo compraste al Ministerio de Defensa.

En aquel perdido y diminuto promontorio, confín del Mediterráneo occidental, construiste un palacete de estilo mudéjar. En su centro, en el patio de armas, levantaste una torre redonda como los senos, como las caderas, como la dulce curvada y bella cara de aquella mujer de tu juvenil bravuconada.

Bien temprano trepabas deprisa por aquella torre a la que llamabas el castillo del miedo. No sé por qué. Tal vez porque, escalando, te librabas de tus errores, horrores y celos. Una vez arriba, desde sus almenas te pasabas las horas, cual un Rodrigo de Triana, por ver si por el Levante amaneciera, desnudo como el sol, el cuerpo de aquella señora venida del Cáucaso que un día de algazara te diera un beso relámpago.

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Han pasado de aquello dos siglos. Hoy hago un alto en mi trabajo. Me tomo un día de asuntos propios. Dejo atrás por unas horas el hastío de mis obligaciones, el chismorreo de las noticias falsas, el corroer de un minutero carcoma. Primer martes de abril. 2019. Estoy en la playa, después de dos días de vientos y fuertes lluvias. Tendido en la arena. Tan a gusto estoy que no sé si estoy durmiendo o despierto.

Allá lejos observo la isla del Barón con su volcán encendido. Desde las oscuras regiones del recuerdo compruebo que yo soy Julio Falcó d'Adda, aquel Barón de entonces. Sí, es cierto. Lo reconozco por el sable que lleva colgado al cinto. Corre ansioso por los jardines que rodean su fortaleza  como un fantasma tras una mujer que se le escapa, que se le resiste. Caigo en la cuenta, para mi tranquilidad y goce, que se trata de aquella princesa rusa por la que yo allá, por el año 1850, me batiera el cobre por tan distinguida dama.

1 comentario:

  1. Mira que es dificil escribir en segunda persona...pero lo logras con creces!

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