miércoles, 20 de febrero de 2019

Los rebuznos de Maese Nicolás




Coincidí con Maese Nicolás allá en tierras de Ávila, cuando tuve que desplazarme a Cangas de Onís por aquel asunto de las noventa oliveras que heredé de mi abuelo Juan.

Mi compañero de caramanchón resultó ser aquel que fuera barbero del mismísimo don Quijote, según me contó, al presentarnos, Juan el Zurdo, el dueño de la venta del Palomeque.

Recuerdo que la vigilia en aquella fonda se me hizo eterna. Los ronquidos del Maese no me dejaron pegar ojo en toda la noche. Ya sabía yo que los barberos son gente culta, por no decir inquisitorial y engreída. No en vano el vulgo llama maestros a los profesionales de las tijeras, la brillantina y el peine. Las sucesivas y numerosas pláticas con la clientela, convierten a estos sujetos, junto con los curas y licenciados, en hitos y referencia obligada, auténticos escrutiñadores en juegos florales y otras contiendas, tanto literarias, como del ánimo. Sobre estos grillos parlantes recae también el encargo de autorizar o vetar las licencias oportunas para que un libro sea quemado o publicado, o que una simple opinión sea consagrada, puesta en vilo o denostada. Pero lo que no sabía, o al menos en mi caletre no entraba ni con calzador, es que una persona sabelotodo rebuznara de aquella infernal manera. Tampoco entendí que el bueno de don Quijote escogiera como íntimo amigo a este fígaro presuntuoso y cantamañanas. Una de las cinco veces que me levanté para librarme de los atronadores gañidos que de su félida y pestilente boca salían, Maese Nicolás, al ruido de mis pasos sobre el débil y cimbreante cielo raso de la vieja estancia, se despertó malhumorado. Y envuelto en su justificado incomodo, recuerdo que me dijo:
Con el machete de sus salidas y entradas al establo no para usted de dar caza a la cabellera de mis dorados sueños. ¿Qué bicho le habrá picado, hombre de Dios, para no parar de importunarme? ¿Acaso no se ha dado cuenta que con quien usted habla no es otro que aquel que recortara las barbas del mismísimo don Quijote? Cada vez que el pensamiento aventurero de este caballero andante se posaba en la sin par belleza de su princesa Aldonza, mandaba a su escudero a mi peluquería en busca de gomina y de mejunjes para poder así engatusar con sus bigotes a la idolatrada señora de su corazón cautivo.
Al sacar a relucir el tal Nicolás a la emperatriz de la Mancha, mujer hermosa y sin tacha, vi que los ojos del barbero cobraban un tono de amor subido, parecido al de una flor cuando ve salir el sol por los almendros de marzo. Y a renglón seguido me contó que él también enamorado hasta los hígados estaba de la hija del Lorenzo Corchuelo el del Toboso.

Me acerqué luego menos receloso al jergón de mi compañero perturbado, tal cual lo haría un padre con su niño espantado por los terrores nocturnos. Me disculpé por alterar su sueño. Siempre he tenido claro que para ganarme la confianza de un extraño no hay mejor manera que confiarle algún secreto, aunque este sea fementido y simulado. Y fue entonces cuando le hablé de mis apuros y sospechas de verme esquilmado por una avariciosa sobrina mía, llamada Agreste, que quería declararme inhábil e incapacitado ante el juez, para así quedarse con toda mi hacienda.
¡Algo bueno me tendrá deparado el destino para que un humilde terrateniente como yo coincida en estos lechos tan duros como dicharacheros con hombre tan buen rasurador como instruido! Una ladina hija de mi hermana difunta quiere burlarme en Asturias unas tierras que allá por el concejo de Cabrales guardo como oro en paño para asegurar mi vejez. Le cuento todo esto, señor maese Nicolás, por ver si su buen criterio me sacara de estos apuros enloquecidos en los que me veo envuelto.
Y comprobé al momento que el ilustre barbero cambió su semblante, antes adusto y severo, por otro amable y más interesado por mis cuitas y desventuras. Y quiso el hombre contar, tal vez para corresponderme, el motivo por el que esa noche a pernoctar se había quedado en aquella fonda del Palomeque. Al fin y al cabo, secreto con secreto se paga, aunque ambos, repito, el suyo y el mío, fuesen fementidos e inventados.
Camino voy de Covadonga para pedir a la Virgen que me libre del juramento que en su día hice a mi actual mujer, hembra a todas luces perversa, capaz de liarse con cualquier hombre con menos labia que yo, pero con mejor armadura, usted ya me entiende. En nuestro caso las desdichas vienen apareadas. Si usted es amenazado por el robo de sus noventa oliveras allá en Cabrales por su sobrina Agreste, yo a mi vez soy humillado por los arrebatos incontenidos de una mujer fogosa, a la sazón oriunda también de Asturias, una tal Maritornes, que me lleva a mal traer con sus devaneos espurios. Por lo que veo, usted y yo somos como un par de bueyes sujetos a la yunta taimada de dos mujeres que al parecer, según me temo, son la misma hembra engañosa.
Quise yo entonces para combatir ese falso entuerto ancestral y machista en el que vi engañado al barbero abascal-eño y carca, sacar mi lanza cual otro Alonso Quijano en defensa de la mujer libre y honesta por naturaleza. Me acordé entonces de mi pastora Marcela. Si Maese Nicolás andaba hasta los huesos prendado de la Dulcinea que el Quijote fabulara, yo a mi vez colado estaba por los amores vedados de una mujer, gacela suelta por las soledades del campo, las aguas claras de los arroyos, los árboles y las montañas, que no se dejaba coger por mí ni por el lucero del alba.

Al fin de cuentas tanto Maese Nicolás como el arriero yangüés, como tú y como yo, todos, a mi parecer andamos enamorados, no de nuestras mujeres, sino de lo bueno y bello que todas ellas representan.

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