Sanches nunca ha estado en Brooklyn; pero conoce los rincones de este condado como la palma de su mano. Si lo dejaran en los arrabales de Sunset Park, este hombre de bigote humilde y manos grandes puede llegar con los ojos vendados hasta el Empire State Building, el corazón de Manahatan.
Sanches se pasea por la calle 44 lo mismo que por los alrededores de su casa. Lo mismo, no, mejor; porque en el Valle del Chalco de Ciudad de México donde vive a la orilla de un lago seco, todos sus paisanos, como descocadas sirenas espantadas de los dientes de una piraña, le miran de reojo.
Brooklyn es la ciudad abierta donde nadie se siente extraño. Por eso cuando llega la noche, Sanchez, el del bigote ralo y manazas como sartenes, se mete en la cama, cierra los ojos a la favela de su cuerpo, y al momento aterriza en su querido Nueva York idealizado. Sanches no sabe que esa agradable sensación multiétnica de estar acompañado en medio de tanta soledad, diversidad y tolerancia se debe (¡oh paradoja!) a la bunquerización de sus guetos. Brooklyn es el gran hormiguero del mundo donde las termitas de un clan ignoran racial y respetuosamente a un insecto que no vista o hable como ellos; aunque Sanches no sabe que el mérito de esta cívica no-ingerencia es el mutuo desconocimiento. Ontológica indiferencia. Como el agua y el aceite en una ensalada, ¡tan juntos y tan separados!
Sanches se sentiría mejor olvidado en su pueblo, donde nadie tenga que señalarlo con el dedo por su mostacho ridículo y aspecto de gorrión franciscano. A Sanches le gusta la soledad del bullicio, el anonimato inerte de no tener que servir a dioses impuestos, estereotipos en los que no cree porque no puede cumplir sus mandamientos, las expectativas que los suyos, su mujer y sus vecinos, le exigen. A Sanches no le gusta dar explicación de sus limitaciones a nadie.
Por las noches Sanches huye de las callejuelas de su Chalco conocido y odiado, se sube al avión de sus sueños y se adentra por los antros de la zona de Canal Street en Manhattan.
Sanches cada noche en lugar de dormir abrazado a su mujer, la señora Gimena, sueña con un plato de cerdo agridulce recargado hasta los bordes de expansión infinita. La libido de Sanches no es tan vigorosa como grandes son sus manos. Dicen que los pobres no lo son en asuntos de concupiscencia, pero Sanches tanto sueña en Brooklyn que de su apetito sexual ni siquiera se acuerda.
El hombre de manos como cacerolas y bigote escaso, sentado ahora frente a la explanada de la basílica de Nuestra Señora del Socorro de la calle 44 en un puesto de comida rápida, libre de miradas exigentes, sueña, sin saber que sueña su degustación desahogada y porcina por tan sólo siete dólares. Y en estos momentos su sueño se desboca contra unas piedras. El arcipreste de la basílica y una pareja de policías se le acercan. Le acusan del robo del cepillo de la Virgen perpetrado hace tan sólo un cuarto de hora. El clérigo, con su casto índice casi en la boca llena de grasa de Sanches, exclama:
¡Este hombre es el ladrón. No tengo ninguna duda!Y Sanches, al sentir dentro de sus tragaderas el dedo ínclito del capellán de la basílica del Socorro, se despierta sobresaltado.
Y ahora es su mujer Gimena la que le dice a Sanches:
Esto te pasa por soñar con la polígama de Brooklyn a todas horas, en vez de hacer el amor con la santa de tu mujer como Dios manda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario