lunes, 5 de noviembre de 2018

El gato, mi madre, la noche y yo




Mi madre ve cómo la noche se adentra en su casa. Un gato en el portal vigila la entrada. Las sombras de las moreras de la calle despiden su negrura sobre el balcón. Estrellas, pocas, con desgana entre las nubes espesas se asoman a la salita. El gato sigiloso ceremonial y elegante se sumerge sin miedo en el corazón de la noche. Los ingenuos gorriones sueñan con la generosidad del trigo. Un frío que pela se palpa en la humedad de los barrotes de la verja. Yo, mientras, escribo para espantar como mi madre a la noche. El olor a leña quemada de la estufa del taller de Eulalio, el ebanista de al lado, se cuela por la ventana. El momento es triste. Veo el tiempo, eternidad pesada e inamovible que se ensaña con mi madre que me dice:
Hijo, ¿a mis años, qué pinto yo aquí? Soy un pasmarote. ¡La muerte sería un alivio!
Me hubiese gustado responder a mi madre: ¡Pues muérete! Y ella como si adivinara mis palabras no dichas, me fulmina con su mirada, como quien con rabia responde callado a una impertinencia. Y siento cómo la noche con su garganta llena de sombras me engulle a mí también. No soy un hombre, tampoco un niño, ni un pájaro, ni siquiera soy la noche, esta sombra con la que ahora entre sueños me confundo. Sólo soy el miedo de mi madre, sus dudas y temores. La escarcha de los cristales se extiende sobre mi piel avivada por el frío. La noche espesa y tosca con sus anteojeras de esparto cubre mis ojos. Son mis ojos la noche, dos capazos vacíos llenos de sombras. Noche desnuda. Y la bruma helada que viene de El Carche ahuyenta las estrellas. La luna me da la espalda y no deja que las luciérnagas de mis alas inquietas se columpien, se relajen en el remanso de las aguas de mi infancia. Y mi mirada oxidada, vestida de negro, herida queda contra el cuchillo de los cristales de la noche.

Los ojos del gato atraviesan la negrura del callejón de la calle España. Sus aullidos no me dejan dormir. Los gorriones descansan desde el anochecer, alérgicos al negro helado de las tinieblas. El gato, contemplativo, acurrucado en la repisa de la ventana, quieto mira ahora con sus dos tizones encendidos la infinitud oscura. Mi madre insiste:
¡Hijo, No te quedes ahí parado sin hacer nada, mientras yo me voy al negro infierno de la noche!
Pero yo ya no puedo hacer nada. Estoy dormido.

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