Escandalizado y a la vez atraído vi como el cuerpo desnudo de mi madre se apretaba, se confundía, desaparecía entre los brazos, los muslos y los besos de un hombre que no era mi padre. Descubrí a mi madre con don Tomás, mi profesor particular de matemáticas. Sus carnes latían al unísono. Con impulsos de amor y ternura embravecidos, entre berreas y salmodias de placer sublime, deliciosos meandros y cascadas de néctar celeste sorprendí a los dos en el tabernáculo de Dionisio. Luego, bajo el palio profano de un beso largo vi como este dios borracho les daba a beber de su paradisíaco vino espumoso.
Yo no tenía derecho alguno para criminalizar el sexo consentido de mi madre. Lo normal en un arrebato amoroso es dejar fuera del tálamo toda razón o prejuicio que pueda impedir la consumación de acto tan culminante. El cuerpo tiene su propia alma, él es su alma. Piensa sin tener cabeza, siente sin tener corazón. El centro de decisión del cuerpo no está en instancias más altas, ni en la memoria, ni en el entendimiento, ni en la voluntad. El amor escapa a toda deliberación. Sus cuerpos se conocían sin abstracción mental alguna. Sin tener que acudir al alma, (los cuerpos eran sus almas), se acoplaban sin imperativo de psicología alguna. El cuerpo de mi madre no necesitaba nada ni nadie para ser él mismo. El cuerpo de mi madre, ¡claro que tenía sus razones!, pero en ningún momento impuestas por ética alguna que emanara de la mirada inoportuna, ignorante e incomprensible de un hijo con apenas nueve años. Eso no quita para que, desde que supe de la relación extramarital de mi madre, un disgusto y una pena ensombreciera mi trato con ella.
Cansado de esta situación absurda, de cargar con este secreto, ¿qué cabía hacer por mi parte? ¿Decírselo a ella? ¿Contárselo a mi padre?
La vida en mi casa seguía como si tal cosa, como si nada hubiese ocurrido. La paz que entre ellos reinaba parecía ser fruto de un armisticio obligado, pero a mi pipiolo entender todo era un descalabro atiborrado de hipocresía. Hasta que por fin un día, mientras desayunábamos, sin fijar mi vista en ninguno de los dos, dije en voz alta:
He pensado no seguir con las clases de mates. Nunca más iré a casa de don Tomás.Vi luego como mis padres se miraron uno al otro para ver quién de los dos comentaba mi decisión. Fue mi madre la que tomó la palabra:
Hijo, es que don Tomás es tu verdadero padre.Desde aquel momento siempre he tenido claro que la verdad más cierta puede uno encontrarla en un amasijo de engaños.
Muy bueno y con un final increíble.... Enhorabuena por el relato.
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