domingo, 23 de septiembre de 2018

Marido y mujer





Para el marido casarse siempre fue un desahogo, distensión muscular, más que un acto de amor. La mujer cree que el éxito de la separación depende del grado de resistencia con que ella afronte el asunto en la cama. El someter al marido a una larga cura de abstinencia carnal, según ella, es la manera más eficaz de hacer ver al hombre que lo del divorcio va en serio. Aunque las dudas la recomen como queso agujereado por las ratas, debe manifestar ser una mujer convencida de su decisión. La mujer no aguanta más el tedioso estorbo de un hombre incapaz de luchar por nada. Su marido es un flojo, un hombre vacío, sin iniciativa. Cada vez que la mujer se mira en él, se ve a sí misma aniquilada, atada a un espigón del puerto. La mujer no ha nacido para cohabitar con un difunto. Ella necesita un hombre con sangre en las venas, que la desee, que la haga reír, que no recurra a ella como el que se lava los dientes; al menos a quien esto hace la boca le sabe a flúor. Su marido es un petardo, huele a caries.

A la mujer no le brilla la cara después de sentirse amada, como le pasa a su vecina cuando resplandeciente la oye cantar eufórica muchas mañanas. En el tono de sus canciones, en el sonrojado color de su rostro, en la dilatada expresión gozosa de todos sus movimientos la mujer descubre en su vecina la belleza natural que reflejan los enamorados largo rato, aun después de haber hecho el amor. Su marido no tiene la chispa para encender el fuego que a ella la quema por dentro. Lo que más le desagrada de su marido es la  tranquilidad con que se toma la vida, más que tranquilidad es su indiferencia, melsa y apatía. Vivir con el marido se reduce a estar con él. La mujer no tiene ninguna razón para seguir viviendo con una piedra con ojos. El marido no la incita, no es ardoroso, su ímpetu sexual se limita al momento de una penetración vertiginosa sin más irradiaciones que la encumbren embriagada a lo largo de la jornada. Para la mujer el sexo no es solo una máquina que se dispara puntualmente como el cucú de un reloj que no ve más allá de las saetas sobre las que está sentado. No es que la mujer no sea ardiente, que lo es, pero su sexualidad no es sólo su clítoris sino que anda repartida por toda la orografía de su cuerpo, y su cuerpo también piensa, su carne también siente, su piel se extiende más allá de su mera biología. Un apareado sexo sin una intención de querer abarcar, traspasar las lagunas de Estigia, escalar los montes de Venus, vislumbrar el misterio tras todo coito enamorado, se acaba en sí mismo, es efímero, no es para siempre. Hombres de usar y tirar hay de sobra en Platería, no son nada relevante. Para la mujer su marido es simplemente infumable.

Ya otras veces marido y mujer han tenido trifulcas como las de hoy, pero se esfumaron como nubes de verano en el fragor de la refriega verbal. De la boca caliente cual horno que despide llamaradas de muerte le llegan al marido las palabras de la mujer, veredicto inapelable. Él se agarra a un clavo ardiendo, se resiste a ser expulsado del paraíso conyugal. Es inútil. La sentencia es irrevocable:
Tenemos hasta el día de todos los santos, faltan diez días, los suficientes para que te traslades al piso de tu mamá. Los demás problemas de la separación ya los iremos resolviendo poco a poco.
Hasta que la mujer, embebida en sus propias palabras, no termina de hablar, no aparta su vista de los ojos de un hombre envilecido por el femíneo desprecio. Ella entonces, al observar el rostro del hombre abatido, se da cuenta de que lo dicho tiene efecto y consecuencia. Su etéreo balbuceo se consolida, cuaja en firme resolución. Sus palabras esta vez son lo que dicen. El hombre no encuentra punto de apoyo, su ser se desmorona por dentro como un aluvión de escombros, se siente débil para rebelarse contra el destino.

En la larga espera de la noche, el marido siente de manera más vívida y real el hecho revelador de su expulsión marital. Arrojado del edén conyugal en el que antes se veía confortablemente instalado se siente ahora desnudo y aborrecido bajo las sábanas de un lecho que debe dejar cuanto antes. No tiene más de dos semanas para abandonar su picadero. No piensa llevarse muchas cosas. Cuanto más cosas suyas personales queden aquí algo de él permanecerá junto a la mujer que todavía ama. Porque el marido ama a su mujer, a su manera, igual que pudiera querer a otra, a la vecina u a otra mujer cualquiera. El marido más bien se quiere a sí mismo. Sólo busca en su pareja el reconfortante de una compañía para sobrellevar su soledad mal entendida. El hombre debería haber nacido en la época en que los matrimonios se amañaban al margen de las consideraciones, preferencias y opciones individuales de los contrayentes.

Después del ultimátum de la mujer ya nada es como antes: la cama no es suya, la casa una pensión prestada y la comida un menú barato de un fonducho portuario. Será cosa de tomar las de villadiego, -dice para sí el marido.

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