lunes, 26 de marzo de 2018

Puertas abiertas



La puerta se cerraría empujada por el viento de una tarde desasosegada. A ningún niño con su mano tonta se le ocurriría girar su manivela. La entrada se desentendió de su instinto siempre atento y dispuesto a un nuevo descubrimiento, se convirtió en redada. Atrancada quedó la puerta con su disciplinar pestillo, tozuda cabeza obstinada en hacer la o con un canuto. O tal vez el aire generado por algún dragón disfrazado de hinchapelotas, o el simple aleteo de las correrías de un niño alérgico a los números o las letras bloquearían sus hojas, que selladas quedaron cual la caja de Pandora. O ni siquiera eso. Tal vez un maestro malauva alérgico a la chiquillería, o el celo del jefe de estudios con su manía de que el minotauro de las neuronas de los niños no escapara del laberinto escolar, fuera el que cerrara la puerta. No era la primera vez. En otra ocasión, una madre contraria a los métodos de aquel maestro proclive a que la luz de la calle irrumpiera en el aula, preocupada por la seguridad de su hija, dio tal portazo que la puerta se encasquilló. Ni el conserje pudo abrirla.

Algo parecido sucedió también en el laboratorio. Un niño que sabía que a la salida del colegio debía recogerlo el monstruo de las siete cabezas, el novio de su madre, aquel hombre que quería arrebatarle a su verdadero padre, se refugió allí aquella tarde. El director del colegio, con su manía de cerrar todas las puertas del centro, cerró también la del laboratorio, el taller de las ideas. Menos mal que al niño, mezclando sustancias, durante las tres horas que permaneció allí encerrado, tiempo le dio para inventar un líquido pesticida capaz de ahuyentar a todo sujeto indeseable que a él con malas intenciones se le acercara.

Lo cierto es que aquella mañana las hojas de la puerta, (nadie sabe cómo), quedaron ensambladas, fundidas como el acero. Ni el soplete electrógeno de Vulcano pudo desacoplarlas. Aquel incidente del aula a cal y canto cerrada entristeció a los niños, acostumbrados a un ambiente libre, sin intimidaciones y cerrojos, caldo idóneo e imprescindible para su formación debida. Los pequeños, al verse sumidos en la ignorancia supina, impuesta por el rigor carpetovétonico de quienes pensaban que la letra con sangre entra, se pusieron a temblar como pececillos fuera del agua. El maestro fundamentaba el éxito de su labor en el principio de que la libertad es un valor inherente al conocimiento; por eso dejaba las puertas de la clase de par en par siempre abiertas. Decía este tutor, pedagogo o mayéutico zahorí del conocimiento que bastaba con cerrar la puerta de la clase a un niño para que a éste le entraran ganas de salir pitando. Hasta los más aburridos y rebeldes, sabiendo que podían marcharse de clase cuando quisieran, no lo hacían. Ciérrele usted a un niño la puerta para que se resista a la sabiduría. -le dijo el maestro a uno de los inspectores del ministerio, más preocupado por rellenar estadillos e informes, que por el desarrollo integral de los alumnos. Por eso, y porque el maestro pretendía que sus niños volasen con las alas de su inteligencia suelta, siempre dejaba abierta la puerta del aula. Según el maestro era imposible educar a base de límites y fronteras. La educación, -le dijo el maestro al inspector que le amenazó con abrirle un expediente-, ha sido siempre por desgracia un elemento de control, un instrumento en manos de las clases dominantes para perpetuar el sistema ideado a su interés y beneficio.

Pero a pesar de toda esta filosofía roussouniana y bien intencionada del maestro, la puerta de la clase permanecía cerrada. La mente de los alumnos, atormentados por la sola idea de que jamás las puertas se abrirían, quedó también bloqueada. Los niños suspiraban con toda el alma ver abatida aquella puerta. Así eran incapaces de continuar el ritmo normal de la clase. Al maestro, para combatir dicho inconveniente, se le ocurrió un cuento. Para subvertir al adversidad, no hay nada como el poder de la imaginación.
Pasa, pasa, fantasma invisible, sólo tú, vestido con esa sábana transparente que llevas puesta, serás capaz de traspasar esta vieja puerta que se niega a ofrecernos la claridad de fuera. Estás en tu casa. Bienvenido seas.
Al tiempo que el maestro comenzó su narración, se acercó a la puerta, como queriendo hacer ver a los niños que lo que decía era verdad.
¿Puedes decirnos cómo te llamas?
 Nemo es mi nombre, que quiere decir “nadie o todos“ en la lengua de mis ancestros.
¿De dónde vienes?

Soy oriundo de un castillo sin castillo ni reyes, sin sótanos ni vasallos. En mi país, siendo todos distintos, somos todos iguales.

¿Dónde están tus pies? No los vemos.

En la tierra de donde vengo, no corren más los pies que el entendimiento. Es mi mente la que anda y vuela.

¿Dónde están tus manos, acaso las llevas escondidas en los bolsillos?

No tengo manos ni bolsillos con las que echarme algo que no me pertenece. Soy tremendamente rico, no acumulo nada. Mis manos, mi tesoro sois vosotros, queridos niños. Vosotros con vuestra fantasía me dais vida, alimentáis mi existencia.

¿Y tu cabeza, dónde la tienes?

Mi cabeza es mi corazón. No lo veis porque está dentro de vosotros. Llevaros vuestra mano al pecho y sentiréis como mis pensamientos laten dentro de vosotros. Tampoco tengo ojos, pero no me canso de mirar y de admirar vuestra inocencia. Veo como vosotros la puerta cerrada, pero no hay opacidad ni sombras posibles para quien sabe mirar más allá de las paredes y las formas.

Llegado a este punto, el maestro no sabía cómo redondear su cuento. No hizo falta. La expresión satisfecha de los niños, su feliz embobamiento, su distendido ánimo le dieron a entender que los niños habían comprendido. Los niños habían sabido aunar realidad y fantasía. Para ellos ya todo era posible.

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