¡Qué alegría volverte a ver! Hoy quisiera apoderarme del pasado, meterlo en un costal, aceituna por aceituna, y sentir el acrisolado frote de tus manos por mi acartonada piel.
Que sepas, hijo, que tiempo ya deshecho y traído a la memoria, da más pena que gloria.
¡Me hace tanta ilusión recordar la vida que ya no vivo!
¿Y qué almazara, escogerías para descargar y moler el fardo de las aceitunas de tus años idos?
¡Cualquiera! Me da lo mismo, digamos..., el volver a tu vientre, a la madre que...
Sólo a los muertos y a los que no han nacido, se nos permite seguir vivos. Todos quedamos al capricho del desbarajuste, al antojo de una voluntad secreta que mantiene a tu pobre madre prisionera en esta tumba y a tí entrando en ella.
Madre, yo me fui porque quise y tú te quedaste porque te empeñaste en purgar los pecados que nunca cometiste. Y si regreso ahora que sepas que no es por mi voluntad.
¿No habrás venido, a remover el aguijón de mis penas? Lleva cuidado, hijo, porque mi calvario es también parte de tu dolor varado! Si has venido a recoger mis cenizas, justo llegas a tiempo.
Por supuesto que no. Vengo porque no sé a dónde ir. Cuando uno yerra y pierde su ser en el camino, sus pasos le llevan de nuevo a las aguas donde nació. Tan sólo he vuelto para que me digas, si me dejé mi nombre olvidado por algún rincón de esta casa.
Sí, ahí lo tienes, delante de tu apellido. Te lo guardé envuelto entre las telarañas de esta lápida, puerta sellada y guadaña del tiempo.
¡No lo veo!
Se lo habrán llevado los ladrones de la vida... ¡Arramblan con todo!
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