viernes, 8 de diciembre de 2017

El Día de la Virgen



Hace más de sesenta años. Yo era un zagal aún imberbe, y ya testigo ocular y beatífico de la coronación de la Virgen del Castillo, patrona de Azulada, mi pueblo natal.

Hoy, después de haber llovido tanto, o de no haber llovido nada, me es muy difícil separar sentimientos, emociones, creencias, tradición, nostalgias, ideas y recuerdos. Todo un paquete de contenidos revueltos, afines, devaluados, remozados, contradictorios, que como sequías en cadena o aluviones de tormenta caen calándome o astillándome los huesos. Tan embarullados sobre mí veo tal enjambre de reflexiones enredadas, que se me hace imposible desatar los nudos que me atenazan de dudas el alma. Confundo la muerte de mi madre con el amor a mi mujer, el nacimiento de mis hijos con los monaguillos que ayudan solícitos al obispo en sus labores litúrgicas, la tronada de los arcabuces con mis placeres reprimidos, mi compromiso político con la oración de los fieles, la mitra de monseñor con aquella seguidilla popular: el bonete del cura / va por el río / y el cura va diciendo / bonete mío.

La proclama engolada de un obispo encomiando en su homilía a la madre del Insumiso de Palestina, como señora, virgen y reina, a mi parecer es una falsa contribución al servicio histórico del papel que, tanto esta sencilla mujer como su hijo, debieron desempeñar allá por el siglo primero de nuestra era. Dado el fervor que se respira en el aire comprendo sus hiperbólicos requiebros en favor de la Virgen del Castillo. Me abstengo por supuesto entrar en su arrogante y caracolero estilo de oratoria arcaica, distante y vacía. Mito e Historia, dos tentaciones en detrimento de la realidad. Todo un sermón artificioso e inconscientemente represivo de lo que dentro de nosotros duerme: nuestra “ánima”, el lado femenino de nuestra conciencia sepultada. El amor de madre, su virginal pureza, la violencia de género, su intercesión, nuestra esclavitud filial, su castidad inmaculada, su hermosura, nuestro endiosado paternalismo machista, valores y contravalores de una determinada cultura, puestos al servicio de una psicología de remates a contra natura y de un dogma muy particular de un rejuvenecido nacional catolicismo, la nueva cristiandad reinventada y caduca.

El obispo arremete ahora duro, envalentonado contra el dragón de la secularización, contra los peligros del laicismo. Pero hoy su iglesia no tiene por qué quejarse: ha tomado el pueblo entero. El poder civil con sus mejores galas se entrega en matrimonio sagrado al celebrante rodeado de su corte pletórica y agradecida. Y en nombre del pueblo, el alcalde le entrega las arras, una corona ricas en oro y pedrerías, símbolo de la fatuidad humana. Desde este parque terrenal de las palomas, antonomasia de la ciudadanía azuladeña, nido y súcubo de todos los besos robados al milagro de la vida en este pueblo, monseñor extiende su pontifical cruzada. Al abrigo de la tupida y hermosa floresta de este jardín, altar natural para cualquier preciado sacrificio que se tercie, cual otro Recaredo, el prelado reza ahora en alto su credo, como si el tiempo no hubiese pasado, el mismo de Nicea, “creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”. El clamor por la unidad, si viene de aquellos que la proclaman para defender sus privilegios contra la diversidad, el mestizaje, los “gentiles”, la secularización, la igualdad de género, el diálogo entre religiones, el matrimonio homosexual, la innovación celular..., para mí no es jugar limpio. Entre las sociedades legalmente constituidas tan sólo la Iglesia se muestra reticente en admitir algunos de los elementos que ya forman parte de nuestro acerbo multicultural: el despuntar de la mujer en la sociedad, la realidad del mundo gay, la lucha contra el sida, el aborto, la investigación molecular, el sacerdocio para casados. A veces, me he preguntado si la Iglesia no incurre contra el artículo 14 de nuestra constitución al discriminar a la mujer por razón de sexo para tareas pastorales y ministeriales reservadas sólo a los hombres. Pero esto es otra historia que sería de gafes querer remover precisamente hoy un día tan señalado y festivo. ¿O tal vez no?

Veo al obispo con toda su emoción contenida, a punto de llorar, cual doncel enamorado por su virgen a la que no puede poseer y por eso la quiere, la desea y la adora. El prelado montado en su catafalco mecánico, poco a poco asciende cual electricista de farolas fundidas bajo un cielo gris e incierto hasta colocarse a la altura de la cabeza descubierta de su Virgen. Con el miedo metido en su cuerpo por fin consigue cubrir su cabeza. Y de pronto pienso en el trasfondo esencial de esta ceremonia: la ancestral necesidad del ser humano por coronar la cima de su paraíso edénico: poseer, conocer estrenar, horadar, recuperar su sombra, el lado perdido, tocar la orilla que no vemos, que intuimos sin saber ni siquiera si existe.

Y en este cúmulo embarullado de deseos, arte, maldades y beldades que en mi interior se cuecen en este día, el Día de la Virgen, trato de desenmascarar mi particular fantasma, convertirlo en algo, en alguien, un proyecto, un amor, una mujer, un hombre, una idea, una cencellada al alba, una verdadera espiritualidad laica frente a una religión profana, mis hijos, cualquier cosa, un roal de limoneros..., para que, luego, cuando llegue la noche pueda dormir tranquilo en la selva de mis miedos e incertidumbres, abismo de inseguridades, libre de los lobos que en la vigilia no cesan de acosarme.

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