Aún teniendo razones sobradas, no es ella la que llora esta mañana. No siente nada. Es feliz en su estado cataléptico. Las pesadas lágrimas que sin darse cuenta, mientras desayuna, caen a la taza del café, no son suyas, son sólo de su cuerpo inanimado. Y no por ello deberían dolerle menos, al contrario. Cuando lloran las piedras y gimen los caminos sin que su corazón de tierra y sus pasos se conmuevan, es que algo gordo está pasando por el alma estúpida de esta mujer insensible y confiada, que no se da cuenta de las garras de la alimaña que por dentro la estrangulan.
Cuando se desmorona un edificio cogiendo desprevenidos a sus moradores, éstos se sienten en cierta manera agradecidos. Murieron sin darse cuenta, sin saborear la dulce amargura de su adiós definitivo. Recompensados por no haber sido doble su pena: el de la espera agónica y desesperada, y su consumación irremediable, dolorida y destructora.
De no haberse desproveído tan temprano el ser humano de su animalidad, hoy, como aquel gato del Gazpachero, que supo ponerse a cubierto antes que la tormenta arreciara, nuestra mujer estaría también a salvo. Su cuerpo le habría prevenido de los peligros.
No hay mayor peligro ni peor remedio que el que tenemos encima sin ser sabedores de su desdicha.
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