Cuando hoy paso por la casa del “Niño Porcelana”, detengo mis pasos con parsimonia y deleite, no como cuando era un crío, que me faltaban pies, por si alguno de sus espíritus moradores me atrapaba en un descuido.
Me paro resuelto delante de su vieja fachada por ver si los sillares, los muros, la cúpula de teja vidriada, los balcones de hierro, los escudos de armas de este caserón aún transpiran susurros de misterio, ruidos de sables, amenazas, estampidas, cerrojos que chirrían, cadenas que zurren, vuelos de fantasmas, abrir y cerrar de baúles y cofres dorados repletos de pólvora y escopetones. Los objetos que desde las rendijas de la carcomida puerta de la entrada imaginaba en su interior, fueron para mis ojos de niño tan inverosímiles e inventados, como reales y ciertos. Quizá las cosas sean más inmunes al olvido, que la misma presencia física de los seres humanos. En los objetos continúan aún atrapados los sentimientos y las palabras de aquellas personas que, aun estando hoy muertas, en su día les dieron vida. Las cosas guardan con fidelidad el calor de las manos que las acariciaron, el odio tóxico del que fueron testigos, el latir exaltado de los corazones que vibraron a su lado, los gestos de quienes en ellos detuvieron sus ojos de terror o de encanto.
Aquellos objetos, reales o imaginarios son el aire que ahora encienden las llamas de mi memoria. Las cosas son como más permeables, más receptivas, se resisten más al olvido que las personas. Será, digo yo, porque sufren menos.
De pequeños, todos hemos deseado con ilusión ser torero, cruzado, aviador o fraile. Mi sueño: haber tenido el valor suficiente de entrar en esta casa y, cual El Guerrero del Antifaz, desenmascarar y acribillar a todos mis miedos allí dentro almacenados. Los secretos arcanos de esta casa, sus cortinas aterciopeladas, sus escaleras labradas, sus enormes luminarias de múltiples velas colgando de la techumbre sostenida por ángeles barrigudos, asexuados, con mofletes de carmín cuarteado, sus jónicas columnas disparando a discreción, tapices vivientes de rica pedrería, baldaquinos, estatuas y capiteles, monedas con efigies de emperadores y tiranos..., alimentaron buena parte de los horrores e insomnios de aquella mi infancia de los años cuarenta.
Mi imaginación, entonces, fue capaz de erigir en tenebroso castillo este caserón que, allá en las postrimerías del siglo XVIII, fuera episcopal residencia de un alto clérigo de Azulada.
Esta mañana necesito recurrir a la catártica contemplación de la mansión de mis espantos infantiles. Antes que el lunes que viene comiencen los albañiles a desescombrar la casa del “Niño de Porcelana”, detengo mi vida delante de esta fachada noble y vieja, señorial y andana, para comprobar si es cierto lo que recuerdo de su temible oscuridad.
Habrá valido la pena si encontrar así pudiera mi niñez asustada. Luego quedaría la otra parte personal de mi observación y búsqueda. Una vez recuperada y constatada la realidad-objeto de mis miedos, sólo bastaría reconstruir y amueblar de nuevo mi casa, pero con mi niño adulto dentro.
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