Parece como si existencia y consciencia fuesen vasos comunicantes. Mantener abierta la ventana de su mirar detenido es el tónico que necesita la hija para seguir viviendo. Sin consciencia su pobre padre enfermo pasaría desapercibido hasta de sí mismo. No hay sentido sin introspección. Como dice Bendetti de vez en cuando hay que hacer / una pausa / contemplarse a sí mismo / sin la fruición cotidiana. Lo contrario es andar con el culo, esa sensación de andar tirado, sin sentido, como un perro, como una piedra. Todas las comparaciones son odiosas y ésta, además, desafortunada. Dice la hija para sí:
Tanto la vida del perro, como la de la piedra, no por pertenecer a un mundo que no controlamos, son de un rango inferior. ¿Acaso la rosa no se siente única y hermosa en su jardín, ignorada por el cerrar de unos ojos descuidados y altaneros? ¿Acaso mi padre no está bien donde está?Amanece. La hija se levanta. Sale fuera. Mira. Todo está en su sitio. Las hojas, en el árbol. La morera, como siempre, escoltando la terraza. La parra virgen, desparramada sobre la verja. El hibiscus, sacudiendo los pequeños abanicos del rojo sobre el ocre de la tierra. El sol poco a poco, al igual que cada mañana, alcanza ya el mediodía. La muchacha se siente feliz viendo que todo está en orden, todo tiene sentido, entendimiento y razón que cantara Amancio Prada. La semana empieza bien por este último lunes de agosto justo que le corresponde según el calendario que cuelga de la cocina.
Abajo, lleva su padre más de tres horas sentado al caer de la ventana. Lleva este hombre tomando la sombra más de año y medio. La hija, desde aquel ictus que paralizara la vista al padre, todas las mañanas del verano lo saca a la puerta de la calle. El hombre tiene los ojos cerrados. Lleva gafas oscuras de recios cristales sobre su mirada enclaustrada. Dos farolas apagadas en medio de su vida por la luz truncada. Lleva sombrero de los de antes, de ala corta, bombín pequeño, de paño negro mate y con una cinta del mismo color, pero sin brillo. Lleva también chaleco negro a juego con el sombrero, pero al padre parece darle lo mismo. El cuerpo lo tiene derecho a pesar de sus años, pero las caderas, como las ventanas de sus ojos, están selladas como la sepultura de su mujer. Sentadas sus posaderas insensibles sobre un cojín blando.
Su hija saca al padre todas las mañanas, lo sienta en el banco. Él ni siquiera se apoltrona en el respaldo. Dos veces a lo largo del día, baja la hija. Le habla al padre. Él no contesta. El ictus le afectó también al oído. La hija encuentra al padre siempre en la misma posición, pero intuye que padre, estando en el mismo lugar que lo dejara, no está en su sitio. No guiña las orejas al ruido de los coches. Permanece quieto como un guijarro a la vera del camino, como un volcán apagado desde el paleolítico, estoicamente tirado, impasible, como un perro en su eterna siesta, inerte, inapreciable, inapreciado, para los transeúntes.
Son las dos. La raya del sol toca ya los geranios del balcón de la casa. La hija aparece por la acera, se acerca y le dice, vamos, padre, es la hora de la comida. El viejo en silencio se deja coger. Sus pies calzados a la usanza antigua con alpargatas de esparto se mueven despendolados ajenos a su control. Ni un refunfuño, ni una murmuración sale de su boca reseca. La hija con esfuerzo mantiene en pie y lentamente conduce al padre hacia la casa. El padre no se resiste, ni blasfema su inutilidad, ni siquiera dice ¡qué asco de cuerpo! La hija presiente que el padre no es ajeno a lo que le ocurre.
Todo está en su sitio, la piedra, el perro, la farola, el banco, las moreras. Todo tiene sentido, menos la existencia cataléptica de un padre desubicado.
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