jueves, 20 de julio de 2017

Bésame que me muero



Fuimos mi chica y yo a cenar a la freiduría de Enmedio, la que queda a las afueras del pueblo. No celebrábamos nada. Aquella noche me apetecía tomar calamares a rodajas con lechuga y con limón.

Se acercó el camarero. Se dirigió primero a ella:
¿Qué quiere la joven?
La joven sólo me quiere a mí, -dije antes que el mozo apuntara los quereres de mi chica en su cuaderno arrugado y grasiento. Luego, queriéndose hacer el gracioso, giró hacia mí su cabeza de polichinela de circo. Y como quien pide perdón, añadió:
¡Yo no estaría tan seguro, caballero!
Salimos de la freiduría. Hacía mucho calor. Antes de retirarnos, decidimos tomar unas copas por el centro. Yo bebí más de la cuenta. Aún así, recuerdo que en la cafetería, (la cuarta o la quinta de la noche), sonaba La danza deslizante de las doncellas de Borodín. A mi chica todo lo relacionado con la ópera, sobre todo la rusa, la suelta, la catapulta, se agarra a los hombros de cualquier pilastra y es capaz de estar así abrazada a una farola, como diría Umbral, hasta la luz cruel del alba. Pensando que el camarero del Enmedio, un barrendero, o que el misterioso de la botella de coñac de la tumba de Allan Poe nos sorprendiera en medio de la vía pública jugando a los caballos de Bukowski, la desclavé del semáforo de la calle Los amantes de Teruel, justo allí mismo. debajo donde la placa reza:
Bésame, que me muero. Repuso ella: no quiero. Entonces él cayó muerto.
Luego, convencí a mi chica. Y volvimos los dos a la fonda. Ni todos los gintonic y calimochos que llevaba metidos en la cuba de mi cuerpo sirvieron para que me olvidara de las palabras del camarero: Yo, de usted, señor, no estaría tan seguro. Y con el mantra de la cantinela del mozo de la freiduría, me metí entre las sábanas atufadas de carbonilla, ginebra y calamares al ajillo de una pensión que había apalabrado para aquel fin de semana cerca de la estación El Pájaro Azul.

Cuando me acuesto, me da por hablar. Así lo hice aquella noche hasta no parar, hasta la luz cruel del mediodía. Es una costumbre que adquirí de una novia muda que tuve, antes de empezar a salir con mi chica, la mesalina de hoy:
Dime, ¿te hace el camarero más feliz que yo? Dime cómo te acaricia, ¿qué te hace? ¿qué te dice? ¿cierra los ojos?
¡No seas estúpido, me haces daño! Eres morboso y perverso, Estás de atar.
Entonces, dime, a qué coño huele el lado de mi cabecera. ¡Seguro que se tinta el pelo y hasta se engomina el bigote!
¡Basta ya, por favor! Estás cansado, amorcito, lo que necesitas...Teniéndote a ti, no necesito ningún camarero de calamares con lechuga. Me ofendes.
¡Seguro que será tiernamente aguerrido, salvajemente cariñoso, zahorí atinado en sacar de tu cuerpo en trance el más placentero de los gemidos! Todos esos con los que te acuestas parecen salidos de la universidad católica del sexo.
No hay hombre como tú. Tú eres el único, y si por casualidad alguna vez hubiera otro, si no fueras tú, ten por seguro, que a mi bodega no entraría. ¡Deja ya, de decir bobadas!
¿Es aquí, mesalina, donde las manos de tu camarero te tocan para hacerte jadear como un jabalí hambriento?
Estás completamente loco. Tienes fiebre, ven conmigo. Nunca te he mentido. Pero si quieres que mienta para seguir amándote, aquí tienes a tu mejor embustera.
Luego, después de hacer el amor y mirar a los fraileros de la ventana, le dije a mi chica a modo de buenas-noches:
Dame un beso y mátame que me muero de sueño.

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