miércoles, 22 de febrero de 2017

El buen Caín





Madre agoniza en un hospital del extrarradio. No es vieja mi vieja. Pero cuarenta años son muchos para quien ha sufrido demasiado.

De pie frente a su cama espero su muerte. Nunca un hijo es del todo bueno para una madre. ¡Y menos yo! que soy su agonía.

Seis de marzo. Las nueve de la mañana. Enfrente del hospital, un colegio. Desde la ventana de la habitación 166 donde se desangra mi madre veo la entrada de los niños. Las mamás despiden a su hijos con un beso. Y de nuevo ese amor que yo no tuve escupe envidia endiablada sobre mi cara huérfana. Es una desgracia no tener madre, pero es peor, aún teniéndola, no recibir nunca su caricia.

Perforación de intestino -dice el médico. Seis troneras revientan su tripa y un líquido purulento infecta los ríos de su cuerpo. Pero yo sé que no es la peritonitis lo que a mi madre mata; soy yo: su fatalidad inducida, mi quijada astillada en el pecho de su hija, mi hermana deficiente.

Desde el accidente de mi hermana mi madre se vino a bajo. Pensé que, muerta mi hermana, tanto madre como yo íbamos a disfrutar de la vida. Ella, libre de su pena, sonreiría. Caprichosas son las bolas que juegan al marro de la muerte. La vida termina en seis. Y de los ojos de mi madre surten dedos acusadores que me señalan, me marcan para siempre como verdugo ejecutor de este fatídico número, cábala maldita de la muerte de su hija.

Madre siempre quiso que su hija, mi hermana parapléjica, muriese antes que ella. Nunca confió en que yo podría seguir cuidándola.

Seis años tenía también mi hermana cuando murió atropellada. Todas las tardes mientras madre limpiaba las oficinas del banco, yo paseaba el cuello retorcido de mi hermana, sus manos de al revés, su risa congelada, su baba infeliz, su cuerpo de nervios desatados, espasmos compulsivos, su tronco epidémico sin meninges. La responsabilidad de cuidar de una niña paralítica superaba mi corta edad.

No esperé a que el semáforo se pusiera en verde. Nadie supo luego si fui yo el que empujó su silla de ruedas hacia el paso de cebra para que el coche la despidiera en medio de la carretera. El vehículo que venía detrás no pudo evitar el encontronazo. Mi hermana murió en medio de la calzada. Apenas sufrió, pues vi que su eterna sonrisa congelada no abandonó su cara.

Tras la desaparición de mi hermana, madre nunca me preguntó por las causas del accidente. Tampoco vinieron los besos deseados, mis besos programados. Los besos, que con tanto mimo yo sembré aquella tarde de autos, se los llevó el viento. Hay cosas que entre una madre y un hijo sólo se dicen en el silencio del instinto, en la muda intuición clarividente de dos personas que soportan el mismo fardo. No fue necesario que yo le dijera a madre que mi intención era aliviar su carga, lograr que sus ojos me miraran, impedir que mi hermana nos matara. Legítima defensa. Mi hermana era nuestro muro. Yo, el tanque encargado de abatirlo.

Se huele a muerto en esta habitación del hospital. Oigo detrás de mí:
¡Qué guapa está tu madre, tranquila, relajada, sin esas arrugas que, despierta en vida, le sombreaban el alma! 
Y de nuevo la incomprensión ajena me remueve las tripas del corazón.

No puedo besar su cara. La tiene llena de tubos, de cables, de dudas. Ventilación mecánica. Deus ex máchina. Consigo a duras penas tocar su frente. Y le digo:
Vive que te necesito, "yo que solamente he nacido". Tienes que darme los besos que nunca tuve, rebanadas de pan con miel, esa merienda que nunca me diste.
Las motas del sudor de su muerte cercana se pegan en mis labios. Siento en la boca un dolor frío. Huelo a boquerones podridos. No aguanto el estertor de su agonía, su mirada lejana, indiferente, vacía de perdón y entendimiento.

Abandono la habitación y me dirijo a la capilla del hospital. La iglesia está vacía, helada, como la cara de mi madre. Miro al Cristo crucificado que cuelga de la pared principal y le grito:
¡Oídme, oh Dios! si es que habitáis esta casa, no dejéis que muera madre. Yo no soy cliente tuyo, soy un fratricida, pero mi madre sí es creyente. Estáis obligado por lealtad y por oficio a socorrerla.
Vuelvo a la habitación número 166. Los ojos de mi madre, antes de cerrarse para siempre, me miran, me llaman, me besan.... y me devuelven ¡por fin! el amor que me robara mi hermana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario