sábado, 21 de enero de 2017

Me celebro






Ser o no ser, esa es la cuestión. ¿Qué es más noble para el alma sufrir los golpes y las flechas de la injusta Fortuna o tomar las armas contra un mar de adversidades y oponiéndose a ella, encontrar el fin? Morir, dormir… nada más.


A Telmo Garciyán el éxito le supo a hiel y vergüenza. Tras acabar su Hamlet, los aplausos no conseguían alegrarle. Según el actor, los espectadores mentían; o el público no se había enterado de lo que él trataba de comunicar aquel sábado de mediados de enero en el Teatro Romea de la ciudad de Murcia. Si en lugar de halagos, Telmo hubiese encontrado en los rostros agasajadores de su público, tristeza, duda, contradicción y apatía, tal vez no se hubiera negado a ir con ellos al bar del Yerbero a celebrar su triunfo de aquella noche. Al margen de que los espectadores hubiesen captado o no el sentido trágico, alocado y melancólico que William Shakespeare quiso darle a su obra, de igual manera malhumorado Telmo Garciyán se hubiese sentido. Ya le había pasado otras veces. Cuando tocaba con sus manos el laurel olímpico de las aclamaciones, su vigor se venia abajo. Para Garciyán, depresión y gloria iban parejos. Su destino, como el del Príncipe de Dinamarca al que acababa de interpretar, estaba unido a la insatisfacción innata del héroe. Ningún manjar, cerveza, café o vino podría anular la amargura de la fruta predestinada, venenosa y podrida de sus días. Al igual que Hamlet, por muchas victorias y espadas recelosas que clavara en el corazón de sus enemigos, a Garciyán siempre en sus representaciones le acompañaba el desaliento.

Este pesimismo ya lo hiciera suyo también aquella vez, que tras leer el libreto de la obra San Simismo de Quico Umbral, Garciyán se dio cuenta de la imbecilidad de onanistas insulsos que se revuelcan y gozan en sus propias secreciones. ¿O por qué no? su amilanamiento tal vez se debiera a la formación puritana de su infancia y juventud, en la que la renuncia, el victimismo y la negación personal eran virtud y camino hacia su trascendente y universal esencia. Hasta tal punto que, si uno de sus compañeros de colegio no reconocía su desacato al reglamento, los demás en su lugar tenían la obligación de postrarse bocabajo en el suelo, a los pies del rector, hasta que el inculpado reconociera su falta. Hipocresía, injusticia. Telmo Garciyán no sólo en aquella ocasión se negó a representar el San Simismo de Umbral que el mismo director del teatro nacional Concha Segura le propuso, sino que se mofaba de todos los que hacían depender la felicidad, de la autoestima y de la realización personal.

Está claro que a Telmo le repugnaba el agasajo. Sentirse huraño, desagradecido enardecía aún más su coraje como actor antihéroe en papeles suburbanos y retorcidos. De aceptar aquella noche, tras la apoteósica representación de Hamlet, la invitación de sus palmeros, se hubiese sentido, metido allí en aquel tugurio de la taberna del Yerbero, denostado y pringoso por las babas de sus estúpidos admiradores. Declinó por tanto la celebración. Y no fue menos estúpido que ellos, al poner como pega el cansancio, una indisposicíón intestinal...(añadan ustedes otra excusa, cualquier otra sería válida, pues ninguna respondería a la verdad, la verdad de su engreída modestia).

Eran ya pasadas las dos de la madrugada, cuando llegó al hotel de la calle Cartagena. ¿Cómo es posible que aún con los bis de las alabanzas bailando en su retina, las flores aún olientes de su última representación, Garciyán no consiguiera dormirse? Se colocó los auriculares del móvil y se dispuso, metido en la cama, a escuchar una cadena de radio al azar. Aunque Telmo bien sabía que el azar no existe. Todo se debe a esa inteligencia anónima que anida en el mismo corazón de los acontecimientos. Buscaba algo de música que le ayudara a conciliar el sueño. De pronto escuchó la voz caliente y acaramelada de un poeta. Y se dijo:
¡Y dale con los poetas de la leche! Los poetas, esos capullos enseñoreados siempre de si mismos. La realidad para ellos es una quimera, la tragedia, una invención, la historia, un desatino. Para los poetas, tan dogmáticos como los católicos, el mundo sólo alcanzará su salvación a través de las metáforas trascendentes de sus versos. Mienten como bellacos con tal de no dar su brazo a torcer, el brazo de su ensimismamiento interesado.
A punto estuvo de cambiar de emisora. Pero Telmo, aún en contra de su manera de pensar, al oír Me celebro, permaneció a la escucha. El Canto a mi mismo de Walt Whitman, recitado por un locutor invisible, lo atrapó en medio del túnel de la noche, en una habitación fantasma, indefinida de un hotel del barrio del Carmen de la Capital:
Me celebro.
Respiro mi propia fragancia y lo sé y me gusta.
Estoy loco por estar en contacto conmigo.
Y al oír estos versos, Telmo Garciyán aún más se convenció de que las lisonjas de los otros le privan a uno de su propio conocimiento. Aquel que se apoya en el comentario ajeno, alimenta su propia inseguridad. Desplomado de su verticalidad íntima, queda al vaivén adulador de la inconsistencia del viento.
Los amigos,
los vestidos,
las atenciones,
el abatimiento,
la exaltación...
mis deudas...
todas esas cosas
me llegan de noche y de día,
entran en mi vida,
mas no son yo mismo.
Y así es como aquella noche de un enero de ventisca y nieve se quedaría por fin dormido el actor Telmo Garciyán.

1 comentario:

  1. Interesante reflexión sobre el reconocimiento ajeno, la gloria y la inseguridad de quienes están expuestos al público.
    Me he reído un rato con tus alusiones a los poetas.
    Un abrazo.

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