martes, 27 de diciembre de 2016

Nadie ha visto a Dios




Yo jamás he visto a Dios. Un día, hace de esto ya mucho tiempo, pregunté por él. Quería conocerlo de cerca. Sentía necesidad de encontrarme con quien decían que estaba en todas partes. O yo estaba ciego, o a mí me engañaban como a un imbécil. Seguir vivo y no tropezarme con él, me hacía dudar incluso de mi existencia. Que aquel a quien llamaban el omnipresente fuera siempre de incógnito, oculto, exonerado, descarnado, invisible.., mientras yo, el intrascendente, siempre cargado, a donde quiera que fuera, con el obnubilado fardo, la pesada y abultada mochila de mi tangencial e ineludible corporeidad, zahorra y lastre de mi pobre gabarra terrestre, no me parecía bien. Que a Dios le encantara jugar al escondite, ni puñetera gracia me hacía.

Por lo que, a través de unos intermediarios muy bien relacionados con los centros de influencia divina, traté de conseguir una cita con el mismo Dios. Mis intercesores me dijeron que no me preocupara, que muy pronto recibiría una llamada, vocación, esta es la palabra que emplearon exactamente. Menos mal, -me dije-, por fin voy a poder ver a Dios.

Ha pasado mucho tiempo. En honor a la verdad, tengo que decir, que hasta la fecha, a mí nadie me ha convocado. Este llamamiento de Dios nunca se ha producido. Sabe Dios que puse todo mi empeño para que este encuentro tuviese lugar. Subí hasta lo más alto de las montañas, me adentré hasta el desierto, navegué por mares, pernocté noches al raso, busqué en albergues, troté por carreteras, caminos vecinales, desgasté botas y alpargates por sendas y atajos, dormí en el metro, machaqué chinches y pulgas en cárceles y comisarías, husmeé por fábricas y tabernas, pensiones y prostíbulos, incluso durante varios meses me disfracé de pastorcillo  con un rosario en la mano por los alrededores de Fátima, llegué hasta hospedarme en el hotel Ritz de la place de Vendome, en el mismo centro de París, miré bien entre las joyas de sus vitrinas, en la eterna llamarada de la tumba del soldado desconocido, De tanto otear el horizonte me cambié varias veces de gafas, mis ojos quedaron vacíos como dos almendras a quien los gusanos le habían roído su pitarrosa molla, merodeé por los andenes de las principales estaciones de Europa, pregunté a mozos de maletas, de caballerías, mozos de cuerda, de almacén, mozos de labranza... estuve varios meses en las listas del paro... y.... nada. O Dios era transparente y se confundía con la nada, o como dice el refrán chino, es muy difícil encontrar un gato negro en una habitación oscura, sobre todo si no hay gato.

De nuevo, volví desilusionado a mis amigos, los muy bien relacionados, y me indicaron que no claudicara, que siguiera, que mirara, ahora, en el caserón de unos pobres, que por caridad estaban recluidos en un centro de acogida, en un dispensario municipal de una capital meridional del sur del país, a donde como en hedionda cloaca iba a parar toda la escoria de la gran ciudad. Los ojos de Dios se posan en sobre los “anauin”, sobre los pobres, -me dijeron. Pensé, por el buen rollo que reinaba entre esta buena gente, que tal vez, el ubicuo de Dios, ahora sí que se presentaría. El abandono, su desinterés, la buena disponibilidad, el despego de estos mendigos, su cara encendida, la chispa de sus ojos embriagados, su respirar tranquilo, el aliento acalorado, el balanceo dichoso de su no presumido equilibrio, la inspiración etílica, casi sagrada, de sus solemnes palabras, su fuerte debilidad... eran pistas casi seguras. Así que decidí permanecer un tiempo con estos buenos amigos, beber de su vino, dormir en su misma cama, reír su risa, llorar sus lágrimas, comer de su escudilla... y esperar a ver. Por desgracia, al poco tiempo de convivir con ellos como un auténtico “anauin”, una promotora compró aquellos terrenos para construir, justo en el mismo sitio donde se encontraba el centro de beneficencia, una sucursal, de la banca nacional, así es que salimos todos desperdigados como locas golondrinas a quien le han birlado su placentero verano.

De nuevo tuve que acudir a mis muy bien relacionados amigos. Siempre confié en ellos. Sus recursos eran infinitos, mis ganas de Dios, insaciables, tanto como mis contratiempos. Esta vez cogieron un libro de tapas rojas. Adiviné que se sabían de memoria el párrafo que me leyeron, pues mantuvieron cerrados sus ojos todo el tiempo que duró su lectura:
 ¡Ay de aquellos que tornan el juicio en ajenjo y echan por tierra la justicia! La medida del mal se ha desbordado... no se respeta el derecho... no se defiende la causa de los pobres. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, dichosos los perseguidos por ser justos.....
Tras oír aquellas profetales proclamas, presto me alisté en todos aquellos batallones que en sus agitadas banderas bordaban siglas referidas a vocablos como legalidad, justicia infinita, solidaridad y reparto, derecho perdurable, libertad para todos. Sinceramente pensé que estas palabras actuarían como sagrado talismán, como reclamo divino. Con la confiada esperanza de que al final, merecidamente, lograría la visión de Dios, impulsado de nuevo por el consejo de mis amigos orientadores, me vi envuelto en revueltas y motines, combatí codo con codo con sindicalistas entregados, revolucionarios tiernos como palomas, guerrilleros con hígados de león que, como fundamento y fin, en la cabecera de sus programas, figuraba la lucha desinteresada por la conquista de un paraíso para todos. Hasta que en la madrugada de un día bélico, en el que dos civilizaciones se levantaron en armas, comprendí la imposibilidad de ver enfrentados al dios sionista y americano con el dios fundamentalista de los musulmanes. Ver a Dios contra Dios, además de un absurdo, para mí, era una aberración intelectual, una falacia. Yo por supuesto no me figuraba ver a Dios encaramado en un carro de combate o desenvainado su espada a favor de una guerra santa. No es posible la existencia de un Dios que, blandiendo argumentos de justicia y libertad, se levante en armas contra sí mismo, -me dije.

Dios debe estar más allá, -insistí. Y así fue como, otra vez más, volví a mis mentores. Es raro, -me dijeron. Puede que te quede una última oportunidad, la oportunidad del amor, pero ésta, tan sólo te será posible, si tienes el corazón limpio. Así fue como me enamoré perdidamente, inocentemente, con limpieza de corazón, tal como mis amigos me aconsejaron. Debo de reconocer que en esta ocasión estuve a punto de ver a Dios. Cada vez que hacía el amor con una mujer, tal era la felicidad puntual que corría por todos los poros de mi alma y de mi cuerpo que mis ojos se abrían a la inmensidad del universo. Pero una vez que se pasaban los sudores del arrobamiento amoroso, la penumbra divina, el vacío del deseo, la disipación y la oscuridad, de nuevo se apoderaban de mí. Dios tampoco vino a mí, tal como mis guías me habían asegurado.

Desilusionado y malhumorado fui por última vez a ver mis amigos, los muy bien relacionados, los influyentes divinos, pero en esta ocasión, no ya a pedirles ayuda, sino más bien, explicaciones por sus consejos inútiles. Me preparé toda una retahíla de improperios y acusaciones tratándolos de anticristos, anatemas, falsos profetas. Nada más entrar en su casa y encontrarme con ellos, se me quitaron las ganas de desahogarme, además hubiera sido inútil. Al contrario que en las demás ocasiones, en que tanto su hospitalidad como sus palabras siempre fueron atentas y amables, en esta ocasión, sus maneras rayaban la irreverencia hasta el escándalo, se hurgaban la nariz ineducadamente, dejaban escapar sus gases interiores con indecencia y alevosía, me trataron irrespetuosamente riéndose de sus propias pedorreras. Sentí lástima de ellos. Comprendí que ellos tampoco habían conseguido ver a Dios.

Como decía al principio, llevo más de cincuenta años tratando de ver la cara de Dios, hasta ahora, sin conseguirlo. La inquieta preocupación de mis primeros años se ha adormecido como tortuga en letargo. Reconozco que me he vuelto menos andariego, no tan emprendedor y filosófico. Ahora me conformo con sentarme horas y horas delante de un nogal que hay en la puerta de mi casa, lo veo crecer, oigo su savia subir fresca por el interior de su tronco plateado, siento hablar a los pájaros que se posan en sus brazos, escucho cantar a sus hojas cuando el aire las hace soplar a través de la embocadura de sus poros, oigo como el agua se filtra por sus raíces, como su sombra me empapa a besos y a vida. Ya no estoy tan preocupado por Dios.
"Yo creía en un dios pero él no lo sabía, nunca llegó a saber que yo creía en él muchos años aún después de su muerte. En un profundo interrogatorio conmigo mismo sobre el asunto quedé informado de la verdadera situación. ¡Oh, luz de estrellas apagadas que llega con retraso a los ojos en la noche! Yo he contemplado a mi dios tal como era en su gloria antes de la catástrofe. Nunca llegó a saber que yo creía en él y que no sabía que él había muerto."  (Hjalmar Gullberg)

1 comentario:

  1. Fabuloso relato de vivencias personales adobadas con escasa fabulación. Cuando joven, también yo pregunté a mis mentores iluminados cuándo vería el rostro de Dios. Me hablaron de la Biblia, el conjunto de libros que guarda todas las respuestas y soluciones a los problemas existenciales y no recuerdo bien en qué página leí: Si vieras el rostro de Dios, morirías en el acto. Así que, preferí seguir en la vereda de mis andares y, exculpado, dejé para la eternidad la posibilidad de hallar respuesta a mi pregunta. El Gran Desconocido de Niestzche, posiblemente anda sonriente mientras juega al escondite conmigo, como cuando niños. Pero no lo sé, amigo Juan

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