miércoles, 21 de octubre de 2015

El defraudador caracolero




José Colmenero tiene un pequeño criadero de caracoles, caracoles babosos, rayaos, serranos... que luego reparte por bares, mesones y restaurantes. Tiene gancho este negocio por sus aplicaciones gastronómicas para todo tipo de salsas, arroz caldoso, rellenos con queso y tomate y sobre todo como arreglo para los gazpachos de Azulada. Cada cierto tiempo, José Colmenero, debido a sus pingües ganancias, se ve obligado a regular con Hacienda su actividad emprendedora. Aquel lunes, después de haber estado todo el domingo él y su mujer pateando toda la Sierra Salinas a la caza del caracol despistado, espera el señor Colmenero su turno en la consulta de su asesor fiscal para tramitar sus impagos al fisco. El último pago vence tan sólo dentro de dos días.

Sentado enfrente de él: un hombre bien trajeado. Su cara, sus sobacos despiden ese olor raro e indefinido de los desodorantes, tan contrarios a la manera de concebir José el aseo personal. Tal vez movido por un instinto oculto de rechazo a este tipo de manierismo profiláctico, nada más el señor Colmenero oler a su vecino, se dispone a martillear repetidamente sus rodillas, una contra otra, como llevado de un impulso nervioso incontrolado. José bien sabe que aquel hombre pulcro, ordenado, perfecto y con aquella pose tan imperial y estática, no aguantará por mucho tiempo el desarreglo de los movimientos inquietantes de sus piernas temblorosas.

Siempre que José Colmenero se encuentra con personas con un tic parecido, por ejemplo, los guiños del molt honorable Jordi Pujol o los parpadeos del opusino ministro del interior, o el arqueo contorsionista de los músculos faciales de cualquier embaucador que se le pone por delante, no sólo no comprende nada de lo que le dicen, sino que se le hace imposible permanecer frente a ellos. Y así como ellos no pueden detener las sacudidas de sus contorsiones y relampagueos febriles, tampoco Colmenero, por más que lo intente, aguanta por mucho tiempo su presencia. A José le crispan todos aquellos que para hablar se esconden tras los malabarismos camuflados de sus espasmos atróficos.

Y así fue como aquel hombre impoluto y encorbatado que precedía a José Colmenero en la sala de espera del asesor financiero, impacientado por tanto contoneo convulso, se levantó enseguida de su asiento y abandonó el despacho sin resolver sus cuitas tributarias. Luego, José intentaría dejar de hacer el payaso. Pero no fue capaz. Sus rodillas, como muñecos manipulados por una mano invisible, no cesaban de temblequear. También el señor Colmenero tuvo que abandonar la consulta sin tampoco tramitar sus asuntos.

Con sus pies renqueando como un tullido, José se dirige ahora a la perfumería que hay a continuación de la casa donde vive acompañado de su buena mujer y de sus no menos deliciosos moluscos enredados en aromáticos tallos de tomillo. Y antes que el olor del desodorante de su vecino de la consulta se esfume de su escocida pituitaria, pide a la dependienta que por favor le dé a oler uno a uno de todos los perfumes que tiene. Después de probarlos, compra aquel que más se parece al del desodorante del hombre con quien apenas hace una hora ha coincidido en el bufete del asesor fiscal.

A la mañana siguiente, en el ritual de sus abluciones diarias, Colmenero rocía cada uno todos los rincones de su cuerpo, incluido los agujeros invisibles de su organismo, con el perfume elegido el día anterior. Y comprueba Colmenero para su alivio, que aquellas pulsaciones eléctricas que antes sacudían sus rodillas como alas de gallinas tras la lluvia, poco a poco van desapareciendo. Colmenero es buen pagador nacional y no olvida sus obligaciones fiscales. Y de nuevo encontramos a José en la sala de espera de la Gestoría de la calle España. Para su sorpresa, allí también está el mismo individuo emperifollado del desodorante de ayer. Y nada más ver este hombre a José Colmenero, todos los miembros de su cuerpo empiezan a moverse cual los filamentos de una bombilla que se funde, al igual que el día anterior lo hiciera el caracolero.

Al final no sabemos como acaba esta absurda historia de contra réplicas y diretes e identidades supuestas. Tampoco sabemos si el impoluto vecino del señor Colmenero es un famoso y esquivo imputado por el Tribunal Supremo, un célebre banquero o un simple jubilado preferentista de Bankia. Suponemos que Colmenero será sancionado con una abultada multa, sabiendo como sabemos que su plazo de pago expira hoy mismo. A él poco le importa, debido a su boyante negocio, pagar con demasía sus tributos. Lo que sí le repatea, y mucho, es figurar en la lista pública de morosos del alcabalero Montoro. ¿Qué sería entonces de sus pobres caracoles? ¡Se avergonzarían de su amo! Y los clientes del holding caracolero más importante de la ladera del Arabí, al ver el nombre de su proveedor en el cancel de los proscritos de la plaza del ayuntamiento, cancelarían los servicios de semejante defraudador al fisco. Y lo que es peor: nosotros nos veríamos obligados a degustar los gazpachos sin estos tan suculentos gasterópodos. Que no es lo mismo almorzar un domingo pan y aceite a solas, que tortas empringadas con sabor a caracoles con toda la familia, incluido los primos segundos del Cerro de los Santos.

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