martes, 22 de septiembre de 2015

Los muertos se mueren solos




Los muertos se mueren solos, pero quieren morir acompañados. Y yo no estuve contigo. Nadie se muere estando con alguien. La muerte es muy cobarde, te atacó en la soledad. Antes de morirte del todo, te abstrajiste del mundo, en ese silencio previo a la pleamar, ese chupón del émbolo del Ser, encogimiento, seísmo y antesala del mayor agrandamiento por conocer y sabido. Y yo no estuve a tu lado para ver en tus ojos dilatados tu sorpresa indefinida. Y como un estúpido me disculpo ahora y te digo:
Y aunque allí, escoltado entre los baldaquinos blancos de la Uvi hubieses visto mi presencia multiplicada junto a tu cama apuntalada de tubos por los cuatro puntos cardinales, espejos abstractos del infinito, de nada hubiera servido.
Dicen que el amor lo puede todo. Pero ni la sonrisa de los pájaros, ni la sombra de los árboles de la avenida Joaquina Eguaras, ni el dulce aroma de la hierbabuena, ni el pico del Veleta, ni mi fraternal cariño siquiera pudo frenar tus pies ante la inercia absorbente de tu tránsito irremediable. Y tú que te arropabas con las palabras, (cada vez que hablabas, tu boca era fuente transparente de las cosas), te callaste para siempre por imperativo de la vida. Y todos los nombres del diccionario borrados fueron al momento de tu sabia cabeza por la máquina trituradora de los papeles del tiempo.

Allá donde viviste, quisiste siempre tener delante de ti una ventana desde donde acariciar la primavera en el verde de las hojas que daban a tu terraza, ver la calle, el monte, tu cerro del Castillo, de donde nunca más los ojos de tus huesos apartarán ya su mirada. Y así te sentías a gusto identificado con la tabla periódica de los elementos que siempre configuraron tu existencia básica: el aire, la luz, la tierra, el camino y la fe de un sueño.

Con las manos de tu alma intentaste abrir el vientre de las catedrales oscuras para poder ponerte a salvo en los repliegues luminosos de la revelación gótica de las palabras. No es bueno morir a ciegas, solo, con la luz apagada y todas las puertas y ventanas cerradas, sin ningún hueco por donde vislumbrar el corazón de los nombres.

¡Me hubiera gustado tanto, hermano, en ese tu día último subir al autobús número 5 y visitar contigo la ciudad, el Bañuelo, la Cartuja, el Sacromonte! ¡Me hubiese gustado tanto que me guiases cual Virgilio a Dante hasta las puertas del Paraíso y desayunar contigo allí churros con chocolate!

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