miércoles, 18 de marzo de 2015

Que no se oiga el silencio





Que no se oiga el silencio! Estas palabras gritadas a bocajarro, justo detrás de la portería del equipo rival, es lo único que recuerda desconcertado el portero. El hincha emisor de lema tan futbolero, hombre de galillo de metal fundido, ya venía templando gaitas tras leer por la mañana en el diario Marca el comentario del mejor analista deportivo del Periódico:
El ruido ha sido siempre el que nos ha dado la victoria. Los grandes triunfos hasta ahora conseguidos fueron fruto de nuestros gritos. Durante el partido de esta noche, espero y deseo que no haya un minuto de silencio en el estadio.
El Atlético y el Leverkusen se jugaban la eliminatoria para los cuartos de la Champions League. El ambiente en el graderío era ensordecedor, una olla exprés en plena ebullición azuzada de cánticos y banderas. También jaleaban los alemanes con sus voces repletas de bocadillos de jamón ibérico y cerveza negra. En el terreno de juego, los dos equipos sudaban la gota gorda. Las innumerables tarjetas amarillas del árbitro no lograban pacificar la contienda. La presión, la entrega y al ¡a por todas! como consigna. Los calambres, el desatino y el coraje, más que la técnica y la cabeza fría, hacían no muy vistoso el partido. Eso sí, batalladores, los dos. Más que un partido aquello parecía una pelea de gallos. Vendajes, calambres, contorsiones de caderas, ligamentos rotos. Los fisios no daban abasto. Las bolsas de hielo en los tobillos de los jugadores sustituidos por lesión poblaban el banquillo. Jugadas ensayadas se malograban por la premura, la ansiedad y los escasos minutos que le quedaban al partido. El míster desesperado escupía su alocado nerviosismo contra un césped electrizado. Sesenta mil espectadores mirando el reloj del Calderón a reventar, El destino del empate se marcaba en el aire.

El pulso igualado de los dos equipos. La tanda de penaltis daría la victoria al equipo menos goleado. El terreno de juego como las gradas se convirtieron en unos minutos en una catedral de rezos y oraciones. En un momento todo el vocerío, no interrumpido durante todo el partido, se trocó en santa mudez conmovedora. Unos, de rodillas. Otros, mirando al cielo. Aquel, no queriendo mirar a nada, con las manos se tapaba la cara. Aqueste otro, con las palmas juntas suplicaba al dios del fútbol la victoria para los suyos. Este, como un niño con barbas, bufanda y cuernos de tela que ha perdido el pezón de su madre, lloraba a mantas.

Fue entonces, ante el mismísimo pórtico de la gloria o del infierno, momento sublime de concentración, cuando al guardameta le llegó por detrás de la portería la funesta frase del hincha, al principio de esta crónica mencionado: ¡Que no se oiga el silencio! Y tanta fue la carga de este aguerrido aullido, que las ondas sonoras de verbal estruendo desequilibraron al cancerbero. El balón se le coló por la escuadra como zorro en un corral de gallinas. Maldito y quebrado silencio, -maldijo el portero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario