lunes, 9 de febrero de 2015

Atortolados



Amour sublime, s'il existait, mais qui n'est qu'un rêve comme tout ce qu'il y a de beau en ce monde. (Gustave Flauvert. Mémoires d'un fou).

Nunca comprenderé como sin violencia alguna el día se entrega a la noche. Tampoco, que el aire, cuando llega el ocaso, se calle, los pájaros dejen de cantar y que la luz afanosa de la jornada se cubra pausadamente de sombras, sin quejas ni remordimiento. El rojo encendido del crepúsculo se transforma en gélido violeta sin ni siquiera un gruñido. En quietud monótona la tarde da paso al anochecer sin resentimiento ni furor, sin rasguños. Cambios tan profundos, sin revolución aparente, demuestran que no por ley el dolor está unido a los partos de la historia.

El amarillento crepitar del cielo inunda el contorno atmosférico de los aleros, áticos y terrazas. La mesa, junto a la que Mariló y Andrés están sentados, da al ventanal de la Cafetería de la calle Sagasta. El atardecer tiñe de áurico color la piel visible de la pareja: sus caras, las orejas, la nariz, sus ojos. Sus ojos sobre todo. Los ojos de ambos reflejan el líquido brillo que los hace fluorescentes desde dentro. Los ojos semientornados, el motor de los sueños.

En cambio, las hojas de los naranjos bordes se tornan mortecinas; su verde intenso se apaga, se despega, desaparece apagándose sin estridencias. El iniciático tono amarillo de la luz de las farolas poco a poco se transforma en blanco espejo, escupidera de pequeños insectos que acuden cegados al mar plateado de su globo cristalino. El suave encendido comienza artificiosamente a campear en sus rostros. Andrés descubre el color del pelo de Mariló. El efecto acrisolados de la luz eléctrica desvela el castaño grana de un gena natural y oloroso. El hombre, tal vez impresionado por el efecto lumínico, comenta:
Si no tuviésemos el sentido del tiempo metido en el hipotálamo del cerebro, no seríamos capaces de distinguir la alborada del atardecer, la niñez y la vejez. Momentos tan distantes y distintos, y tan parecidos en su epifanía. El uno del otro sólo se diferenciaría según el latido y la crecida de nuestro episódico sentir.
El tiempo es el quicio de nuestra existencia, el soporte de la natural contingencia. El primer y ruin pensamiento que me viene a la cabeza nada más me despierto cada mañana: ¿A qué día estamos? ¿Qué hora será? Por eso me desvivo por el amor; es el único talismán aquí en la tierra que me hace superar las barreras del tiempo, olvidarme de la trinchera donde estoy metida.
Mariló no mira los negros ojos de Andrés. En este momento en el que se atreve hablar de amor, lo hace con extremada timidez, con la mirada atenta a las pequeñas incrustaciones negras del mármol blanco del velador. Animada la joven, continúa hablando como si no hubiera nadie delante. Mientras, repasa con el dedo índice cada una de las motas oscuras de la mesa.
He querido siempre quedarme convertida en estatua viviente como la mujer de Lot en el preciso momento en el que la tarde se despide del día, o en el amanecer que nos devuelve la mañana. Nunca lo he conseguido. La vorágine y preocupación por el futuro me arranca esta quietud siempre deseada y nunca lograda. ¡Será por eso que cuando hago el amor se me escapan sin querer las palabras: me muero, me muero!
La pareja se entretiene, se goza intimidando. La tarde, adivinando el tono de la conversación, se parte por la mitad. A un lado queda el alboroto y el fragor de los ruidos de los coches que llevan a sus conductores al sofá del salón de sus casas para ver el partido del Real y el Atlético; y al otro, el místico silencio de dos personas que sin haberse visto nunca, se reconocen en un mismo deseo.

La voz cascada del viejo camarero espanta, ahora, la luz amarilla que envuelve más allá del tiempo a la pareja. En el centro de la mesa deja el hombre con discreción el platillo de la cuenta: 32 euros. De nuevo la monotonía materialista de dos vidas que quieren huir de su limitación rutinaria.

Fuera en la calle, la noche se adentra en su territorio. Gustave Flaubert, un joven loco desengañado por el amor, (ese estúpido atontamiento que convierte en orgullo un vano sueño), con el dedo pintarrajea desde el exterior el cristal de los ventanales del bar. El blanquecino vaho que empaña la luna acristalada queda rayado con letras vistas al revés e indescifrables para la pareja.

Andrés y Mariló, al salir del bar, sienten curiosidad por leer lo escrito en el cristal. Y antes que el calor de su mutuo sofoco borre, le mot juste,  aún les da tiempo a leer la palabra del chiflado escritor de Mémoires d'un fou:
Atortolados


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