domingo, 22 de febrero de 2015

Ato, Tambor y Pelusina




Érase una vez un niño que vivía en el campo. Su padre pastoreaba un ganado de ovejas por oteros y montañas. La madre cuidaba un pequeño huerto de tomates, legumbres y patatas. Padre, madre y Ato, que así se llamaba el hijo, eran muy felices.

Pero conforme Ato crecía, sus padres empezaron a notar en sus ojos cierta tristeza. La madre, decía al marido que tal vez la palidez de Ato se debiera al aire frío y afilado de aquellas tierras. El padre, más práctico y confiado, para espantar cualquier enfermedad enseñó al niño el uso de la onda, le proporcionó un pequeño terrier, que muy pronto se convirtió en su mejor amigo. Ato le puso al perro el nombre de Tambor. Su padre le compró también la mejor ovejita merina de aquellos andurriales. Y hasta le hizo una flauta de caña. Al poco tiempo, Ato ya tocaba dulces melodías con las que embelesaba a cualquier bicho viviente que, incluidos el bullicioso Tambor y la preciosa Pelusina,  (así se llamaba el chotillo que padre le había regalado), asomara la cabeza por aquellos deliciosos parajes.

Ato entusiasmado anda ahora con sus alegres quehaceres. Sus ojos no tienen tiempo para teñirse de tristeza. Todas las tardes, acompañado de Tambor, saca a Pelusina a pasear por los prados que verdean alrededor de la linda casa donde viven. Ato ayuda a su padre a ordeñar las cabras. Luego, al atardecer, lo acompaña a la ciudad. Allí de puerta en puerta reparten la rica leche recién ordeñada. Si sobra leche, madre, ayudada de Ato, hace queso fresco muy sabroso que luego con miel y requesón todos al día siguiente desayunan.

Como su casa está muy alejada de la ciudad, Ato no puede ir a la escuela. Al niño no le importa. Con sus ovejas no tiene tiempo de aburrirse. Siempre anda entretenido en cosas que le encantan: esquilar las ovejas, cuidar de los terneros recién nacidos, jugar con Tambor que no le deja ni a sol ni a sombra. Siempre que Pelusina se pierde como una tonta o se queda encandilada por cualquier mariposa del camino, Tambor da con la oveja y la lleva junto a su amo.

En una de esas tardes, Ato, sin darse cuenta, saca más lejos de lo acostumbrado a pacer a Pelusina. Bajo la campana de un frondoso algarrobo encuentra un destrozado nido de gorriones. En la noche, un fuerte viento arreció el lugar y con furia desacostumbrada quebró ramas, deshizo madrigueras, aventó malezas y desató las iras de cuervos y gavilanes. Ato entretenido se queda cuidando de los tres pollitos que ha podido rescatar aún con vida. Se le pasa el tiempo sin darse cuenta. Es ya muy tarde. Sus padres preocupados salen en su búsqueda. Al cabo de una hora, por fin lo ven subido en lo alto de aquel árbol colocando cuidadosamente el nido de gorriones, para que sus papás, los pajaritos, no los extrañen y sigan alimentando a sus pequeños pollitos. La madre que llegó furiosa y dispuesta a echarle la bronca del siglo, tanto se enternece ahora al ver con qué amor su hijo coloca el nido en lugar seguro, que depone su actitud; y en vez de gritarle encolerizada, le dice:
Por Dios, Ato, nos has tenido muy preocupados. La próxima vez, no te retrases tanto, creíamos que te había ocurrido lo peor.
La madre abraza apretando cariñosamente a su hijo contra su pecho y le da un beso muy fuerte.

Ato tiene siempre la suerte que, cada vez que sale de paseo con Pelusina siempre le ocurre algo bonito. Cuando no se encuentra con un nido, se cruza con un conejo, cuando no es un conejo, es una ardilla, cuando no es una ardilla, es una araña de vistosos colores que teje las redes para cazar una mosca boba.

Pero, a pesar de los maravillosos e innumerables momentos de alegría que Ato disfruta, todavía queda en sus ojos un poco de aquella tristeza que sus padres un día descubrieron en sus ojos. Hasta creyeron entonces que Ato padecía hepatitis, esa enfermedad que afecta al hígado. Su madre ahora le dice al hombre:
Tal vez el niño está muy sólo. Las manchas de tristeza quizá se deban a que el niño está sin amigos en este campo tan despoblado!
El padre de Ato le contesta a su mujer:
Pero mujer, ¡nunca nadie en el mundo estuvo mejor acompañado con tantos y tan buenos amigos: los pájaros, las ovejas, Tambor, Pelusina!
Desde la tarde en que Ato salvó aquel nido de gorriones de las garras de las cuervos y gavilanes, sólo una vez se le hace tarde para regresar a su casa. Pero en esta ocasión, como aquella otra del garrofal, justificado está su retraso. En uno de sus paseos con Pelusina, al ir a coger Ato una piedra para jugar con Tambor, descubre de pronto un pequeño estuche de madera escondido bajo unos matorrales. Con curiosidad abre la vieja caja. Dentro de ella hay un trozo de badana enrollada con un brillante cordón rojo. El niño siente dentro un sobresalto. La sorpresa de un tesoro es lo primero que le viene a la cabeza. Con temblorosa atención desata el cordón. Extiende el pergamino de piel de oveja y sus ojos, ahora más tristes que nunca, se detienen en unas letras que Ato no sabe, no puede leer. Quizá el conejo, la araña, los gorriones, la ardilla, me ayuden a descifrar este mensaje, -dice Ato para sí, mientras que a toda prisa corre en busca de sus mejores amigos del campo.

Ni el conejo, ni la araña, ni la ardilla, ni los papás-pajaritos, ni la vistosa araña, nadie le puede ayudar. Ninguno sabe leer el mensaje de la caja. No es esta la escritura que nosotros conocemos, -contestan uno a uno sus amigos del campo.

Ato completamente desilusionado llega a casa. Los padres, al ver al hijo tan triste y preocupado, piensan que ha llegado el momento de llevar al niño urgentemente al médico de la ciudad. Ato enseguida les dice que no se trata de ninguna enfermedad, que lo que le pasa es que no sabe leer, no puede descifrar un mensaje que acaba de encontrar junto a los matorrales en la vaguada. Es entonces cuando su padre le dice:
Creíamos que tu tristeza se debía a una enfermedad incurable, por fin ahora sabemos de que se trata. No te preocupes, hijo, esto tiene arreglo. A partir de mañana empezarás a aprender a leer. Conocemos a un maestro que pasa en bicicleta por estos campos dos veces a la semana. Yo mismo, sin más tardar, voy ahora a decirle que a partir de mañana pase también por nuestra casa y te enseñe a leer cuanto antes.
Pasado un tiempo, cuando ya por fin Ato ayudado del buen maestro que su padre le ha buscado, puede entender un poco lo que dicen las letras, saca la cajita de madera que había escondido en el pajar donde duermen Tambor y Pelusina. Y junto a ellos, en la misma puerta de la casa, se pone a leer con tanto interés y aplicación el mensaje que hasta el perro y la oveja se enteran de lo que Ato está leyendo:
Ato, Ato,
Soy el Mago
Garabato,
cuenta cuatro.
Lo que escribas
verás claro
de un plumazo.
Ato, ni corto ni perezoso, empieza con inmenso gozo a representar con un tejo sobre el suelo lo primero que le viene a la cabeza. Traza la palabra “caballo”, tal como su maestro le ha enseñado. Su alegría es enorme. Al instante se ve montado en un veloz caballo. Ya nunca más llegará tarde a casa después de sacar a pasear a Tambor. Luego escribe “nube”. Convertido en nube, Ato sube a lo más alto del cielo. Desde allí ve a los pequeños gorriones caídos de sus nidos. Luego los repondrá todos en lugar seguro para que el viento de nuevo no los tire. Por último escribe “lluvia“, y al instante siente una alegría inmensa. Ve como el agua hace crecer los ricos pastos: futuro alimento para su oveja Pelusina; y muy pronto: manta acolchada para las piruetas de su amigo Tambor.

Y desde que el niño aprendió a leer y a escribir, ya nunca más volvieron a ver los padres en los ojos de Ato ninguna señal de tristeza.

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