domingo, 11 de enero de 2015

Cencellada hablada




Madrugada de intensa y cerrada niebla. Camina el hombre por los Cerrijales de Azulada. Allí en el campico del Malecón le esperan en riguroso turno cinco hileras de un olivar en cencellada. Un viento débil desnuda los huesos de los troncos engarrotados de frío. Es tiempo de poda. Los árboles con la escarcha se resisten a ser desvestidos.

El hombre alivia los árboles. Las ramas, al ser cortadas, exclaman con un suspiro frases y palabras sueltas, congeladas, sin sentido. Palabras que un día quedaron injertadas al decirlas el abuelo que plantara estos olivos:
Trojes, recincho, costal. Pasa por la acera de enfrente que mi madre está cosiendo. Baleo, pleita rueca. ¡Ay que ver lo que da la harina! Fardisquera, alforja aguaeras, zurrón, morral, sera, serón. No caerá esa breva. Somatén, pardal. Quedar parientes. Barza, muñir, desberbejar. Eres tonto o llevas mierda en los bolsillos. Caramanchón, cachirulo, cociol. El burro que más trabaja, más rota lleva la albarda. Fafitorra, cirimono. Si quiere que el ciego cante venga la paga delante. Mierdaseca, maricollica. Yo me casé y Villena aún no la había visto. Olene, niaún, que pesambre. El tramucero por unos alpargates viejos te daba un cartucho de torraos. Y dale Perico al torno. Vete al Carche. No se le escapa una rata. Mírala, ahí va tan hueca, parece un pavo, no le cabe un cañamón en el culo. Hasta con los higos del cofín hemos acabao.
El hombre, terminada la monda, antes de hacer una hoguera con los rastrojos y chupones de la poda, desenredará cada una de las frases que entre la leña quedaron atrapadas, las librará de la quema. Luego, estas palabras, testigo y vida de sus abuelos, después de clasificarlas por aromas, tiempo y emociones, las guardará con cariño en la alacena de su recuerdo como perlas de la mejor cencellada hablada.



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