sábado, 3 de enero de 2015

Redemption Song





La vi amanecer por la puerta de atrás del servicio de Urgencias. Aquel día, cuatro de enero, el sol también lo hacía por la cresta del Puerto de la Cadena. Yo bien sabía que se dirigiría a la Plaza Juan XXIII. La seguí desde la distancia en que la onda expansiva de su basculante y rendido cuerpo imantaba mis pasos hacia la gravedad de su belleza. Media hora tras su precioso talle, la eternidad de un instante. El tiempo volaba desde el Hospital hasta su casa. Con doce horas sin dormir: sus defensas en la cuerda floja. Tras doblar turno como pediatra del Hospital Ana Mato, estaría agotada. Y de su agotamiento, unido a mi fresca fogosidad, un amoroso encuentro nacería. Todo muy fácil, a pedir de boca. Tal vez yo no debería molestarla. ¿Y esperar entonces otros siete años y medio para dar con ella? ¡Ni hablar! Una insinuación mía, el involuntario roce de nuestras manos, su mirada adormilada, desinhibida en formol, cedería ante la embriaguez de mis ojos anestésicos.

Y antes que ella doblara la esquina Fortunato Arias para acceder a la Plaza Juan XXIII, allí estaría yo. El encontradizo. Dejaría que ella fuese la primera en darse cuenta de mi presencia, aunque yo llevara fijándome ya en sus lindas piernas desde las ocho de la mañana.

Necesito alimentar mi pasión. Y puesto que la vida no me da la oportunidad para satisfacer mis caprichos, acudo a la mentira de la imaginación. Mentira con la que un pobre loco como yo fabrica la verdad insustancial de su vivir fabulado. Mi vida es mi pensamiento. El resto, espuma y humo. Y desde la holgazanería cobarde me invento situaciones raras que jamás existieron. Y si existieron, sólo fueron un amago en mi cabeza calenturienta.

Ella y yo nos vimos sólo un instante, una tarde de invierno al cruzar un semáforo delante de la Pastelería Bonache del Barrio del Carmen. Lo recuerdo como si fuera hoy, a pesar de casi los ocho años transcurridos. A ella se le había caído un deuvedé. Tiempo me dio a ver la carátula: Canciones de rescate de un tal Bob Marley, desconocido para mí en aquel entonces. Llovía a manta. Todos corríamos como caballitos de agua. La alcancé, le devolví el deuvedé. Una mirada, un instante, un gracias apresurado. No hubo más.

Y ese instante vengo yo alargándolo más de siete años, nueve meses y siete días. Tiempo para terminar ella su carrera de medicina, independizarse de sus padres, sacar su plaza, comprar este pequeño apartamento de Fortunato Arias, la calle que desemboca en la Plaza Juan XXIII. En cambio, durante todo este tiempo aún yo he podido abordarla cara a cara. Lo que sí he conseguido es aprenderme de cabo a rabo todas las canciones de Bob Marley, empaparme con el reggae de la música de los rastafaris y hasta dejarme crecer el pelo enredado en trenzas estrafalarias, capaz de albergar piojos a mansalvas. 

Ser de la opinión que banco vacío del parque es de quien lo encuentra, no me da derecho a sentarme encima de nadie sin su consentimiento. Ella, no vive en pareja. Esta circunstancia dio alas a mi esperanza. Actualmente, que yo sepa, nadie cabalga sobre su grácil cuerpo.

Por tanto aceleré el paso. Hasta aquí todo funcionó según mi plan concebido. Sólo faltaba que ella me invitara a entrar en su piso ante una excusa mía: por ejemplo escuchar el emancipate yourselves from mental slavery de Redemption Song. Soy tan pusilánime que me es más fácil imaginar lo que no veo, que intentar ver la realidad que la vida me niega.

Y así, antes que ella se detuviera delante del portón número cinco del edificio de su casa, allí estaba yo. Ella con las llaves para entrar en su apartamento; y yo delante de ella. Ella, sorprendida por mi inusual presencia, a esa hora de la mañana. Y yo, molesto por ver que ella pasaba de mi como si estuviera acostumbrada a verme todos los días. 

Y al ver ahora que ella me abría la puerta Primero A, cediéndome el paso para entrar en el apartamento, fue cuando vi los cielos abiertos. Cielos abiertos que se me cerraron al momento, al ver en el salón un gran cuadro en la pared: ella y yo, los dos vestidos de recién casados, saliendo de la Iglesia de El Carmen.


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