lunes, 17 de noviembre de 2014

Diálogo de besugos





B habla con A. Le llama por teléfono para contarle lo de la muerte de C:
¡Mierda! sobrecogióle en la flor de la vida.
A dice que no le gusta la palabra muerte:
Este término no es el ajustado.
Según A, la muerte debería tener otro nombre que mejor se acomode a lo que en realidad es. B pregunta entonces a A, sabiendo que la muerte es unívoca y no tiene otro nombre:
¿Y cuál es ese nombre que tu escogerías para nombrar lo que le ha pasado a C? ¿No estarás intentado ocultar lo obvio?
A permanece callado durante un buen rato. Y al igual que las puntas de los cipreses interrogan al cielo distante y desentendido, B interpreta el silencio prolongado de A como una duda eterna en el tiempo. Luego B, ante la respuesta callada de A, contesta también insinuante y provocativo con otro minuto igual de largo, perezosamente indefinido, tan largo, perezoso y mudo, que A cree que la línea del teléfono se ha cortado, que Movistar ha quebrado o que los plomos de la tierra se han fundido.

Y cuando a punto está B de colgar el teléfono, oye que A le dice como si acabara de ver salir el sol:
Por ejemplo, despertar. Sí. Despertar es un buen verbo para nombrar aquello que tiene lugar tras la vida: ese misterioso plano, océano, dimensión o conciencia, origen y fin de todas las esencias.
Y no vienen a los oídos de B las palabras tan repetidas y socorridas de Machado para la ocasión, (y lo mejor de todo, despertar). Convencido y conmovido por la muerte de C, no está B para sublimaciones ni escapadas poéticas. La muerte para B no tiene vuelta de hoja, ni otras denominaciones que valgan. La muerte es la muerte. Y se acabó.

Y en esas estaban, cual besugos, A y B los dos hablando, cuando C interrumpe la conversación con voz de plomo:
¡Calláos, oh vivos. Y dejad que hablen los muertos! 

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