domingo, 12 de octubre de 2014

El árbol de la palabra




Digamos que Azulada esta mañana no está de buen humor. Su desenfado se nota en las arrugas amontonadas de su frente. El gato acurrucado en la leñera piensa en los iracundos caballos del viento. La noche pasada el temporal arreció como nunca. Los cipreses deshilachados se duelen de las coces huracanadas. Eolos los humilló hasta hacerles besar la grama. La tejas levantadas. La empalizada del huerto abatida en medio del bancal.

Blao consuela a su mentor con aquellos versos del poeta:
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas?
Azulada le recrimina:
¡Déjate de pareados y ayúdame a enderezar esta balaustrada, que tus palabras ya no sirven ni para echarle de comer al perro!
Lleva un tiempo Blao aburriendo al personal con sus columnas hueras, asuntos de nimiedad palmaria: que si la perdurable eternidad del orgasmo porcino, los sorprendentes huevos del ornitorrinco, el carácter insondable y místico del bostezo...

Azulada está completamente desilusionado por la pobre relevancia de los artículos de Blao. Confió que sus palabras moverían montañas, alimentarían el mundo, hermanarían a los hombres, paralizarían el huracán... pero ¡nada de nada! Aquellos sus escritos cargados de futuro no tienen presente ni porvenir, no son llave de comunicación ni encuentro. Son panfletos oxidados, carentes de autenticidad y compromiso. Su palabra, como el viento, deja el campo baldío: frutas estropeadas, corazones desengañados, árboles desgarrados, el vivero por los aires, desencanto a espuertas, el parral abatido, el tejado de la cuadra descuartelado, mentes aturdidas. Por no hablar de los destrozo de la Babel socio-política en la ciudad confundida por los apagones de luz. Cuando una misma frase sirve para decir cosas antagónicas, las palabras dejan de ser fiables, rehenes son de buhoneros y vendedoras de humo.

Azulada tenía su palabra a resguardo de los fríos del norte. Pensaba replantar sus brotes en abril. Confiaba en su fuerza regeneradora. La cosecha auguraba ser copiosa. Todo se ha ido al carajo. Y no le duelen las ramas desgajadas del viejo nogal, ni la tumbada chimenea de la cocina, ni las gallinas, que del susto tardarán meses en poner. A este hombre lo que le jode es que su palabra cuidada con tanto mimo, encomendada a su escritor preferido, del que tanto esperaba, se la ha llevado también el vendaval.

Cuando esta mañana acudió a la almajara para comprobar el estado del abono de sus palabras descubrió que el temporal también se había ensañado con ellas.

Blao, buen articulador y hábil dominador de los recursos del lenguaje, se dobla a los pensamientos del gato y también a los de su mentor Azulada:
Es limitada y vulnerable la palabra. La palabra no trasciende más allá de nuestro propio eco. Aún no se ha creado el lenguaje capaz de comunicarnos con las estrellas, con los animales, con el más allá. Las palabras se indigestan, tienen doble rasero, se pudren como las plantas por el pulgón, se intoxican, lo mismo afean la verdad que ennoblecen la mentira. Pueden que las palabras sean hermosas, pero no huelen como el laurel ni la hierba buena. El viento se las lleva, las erosiona, las reduce a fósiles callados. Mil palabras no bastan para detener la más tenue brisa.
Terminan los dos hombres de colocar la valla del huerto. Azulada tras oír las palabras sumisas, impotentes de Blao, se encara de nuevo con su negro escritor:
Precisamente tú, que debería ser testigo y garantía de la palabra, te rindes ahora cuando más te necesito. Confié, Blao, en que tras toda una noche de siniestros y descalabros tu palabra me salvaría del pesimismo, me ayudaría a encontrar el sentido de un nuevo día. Me hiciste creer en el árbol de la Palabra. Pero a tenor de lo que dices ¿debo concluir que después de este ciclón ya nunca más germinarán las flores, no habrá granos para la alondra, el agua de riego ya no correrá por el cauce destartalado.
Blao en un alarde de ingenio trata de paliar las devastaciones del temporal. Se acerca a una rama de un árbol que se ha salvado milagrosamente de la catástrofe. Con sumo cuidado desgaja la única yema que queda, se la entrega a Azulada y le dice:
¿Y si injertáramos esta pequeña yema, esta palabra diminuta en el tronco de nuestro esperanza? ¡Tal vez así, aún podamos salvar la primavera!

 Reposición:  www.loscuentos.net

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