jueves, 11 de septiembre de 2014

No entiendo nada






Las cosas relevantes, sean trágicas o venturosas, nos sobrecogen inesperadamente.
Era una joven corriente, afable, una buena muchacha. ¡No sé cómo pudo pasar!
Antes de quitarse la vida, pensó que su pareja no entendería nada. Cierto. Cuando a la una menos cuarto del mediodía, Quino la ve colgada de las aspas del ventilador del techo, no se explica lo ocurrido. Por más que se mete en la mente de Paulina, en su corazón..., no encuentra razón alguna. Y Quino llorando a lágrima viva, repite una y otra vez:
Dios mío, Dios mío, no entiendo nada.
Aquella mañana, como todos lo días antes de irse al trabajo, Quino le lleva un zumo de naranja a la cama. Paulina, medio dormida, bebe del vaso, le da un beso. ¡Le agrada tanto al marido verla así, tan sensual y remolona!. Luego, ella permanecerá acostada, hasta que el sol la importune con reflejos asesinos, cegadores desde el espejo de la cómoda.

Este beso, entre la holgazanería dulce de Paulina y el saberse correspondido, le basta a Quino, para aguantar, de ocho a tres de la tarde, como agente de seguridad, en las puertas de aquel Banco estrangulador de preferentistas e hipotecados insolventes de la calle Emilio Botín. Y cuando el cansancio explotado de varices, a siete euros la hora, hace mella en sus piernas, Quino restriega su frente sudorosa con la imagen de la cara refrescante y plácida de Paulina. Sólo así aguantará la dura jornada.

El que esto cuenta, y otros más, entre los que te cuento, atrevido lector, ávido de sucesos luctuosos, de crímenes y terrores suicidas, tampoco entiende que mujer tan joven y querida, de la noche a la mañana, aparezca muerta en el salón de su casa. Paulina, al levantarse aquel luctuoso día, no se siente deprimida, infravalorada. No creas que la causa del suicidio fue su baja estima. Paulina se sentía valorada. Quino la amaba. Y para que veas, amigo, que es cierto lo que digo, esto es lo que Paulina se dice a sí misma momentos antes de dejar este mundo:
¡Qué poco saben los hombres lo que ronda por la cabeza de una mujer, y mucho menos, lo que se cuece en nuestro corazón! Si Quino no fuese tan bueno, si no me quisiese como a una reina, si en lugar de dejarme colmada en la cama, me animara a encarar el día a la par con su ilusión, no estaría yo aquí cortándome las venas con su cuchilla de afeitar. No soy yo, no es mi maldad, la que me arrastra a cometer esta locura, es la bondad de Quino la que me mata.
Quino, en su puesto de trabajo, la catedral del dinero, del poder y las decisiones, lleva ya cinco horas cual espantapájaros de buitres, butoneros y carteristas. Son las doce y media de la mañana, A hora tan inhóspita, acostumbra a tomarse en el bar de la esquina un montadito de queso y una cerveza sin alcohol. Pero hoy Quino olvidó algo, no sabemos, si su monedero; o tal vez aquella mañana, el beso retozón de Paulina  le supiera a poco. Quino cambia la media hora de su bocadillo por una visita rápida a casa. Coge su bicicleta:
No me importa hoy perderme el aperitivo.
Paulina no es lo bastante valiente para sangrarse las venas. Nada más hendir el filo de la cuchilla en su piel, un hilillo de sangre, cual grillete matrimonial, rodea su muñeca. Desiste. Le horroriza el rojo. Puritanos acusan de cobarde a los suicidas. Yo no sé si cuesta más vivir que morir. Depende. Paulina, en su desesperación mira hacia arriba, descubre el ventilador que le llama desde el techo. Se encamina a la cocina. Abre la ventana que da al patio de luces. Desata la cuerda del tendedero. Mira indolente como cae hacia el patio de abajo la ropa aún húmeda: unos pantalones grises de Quino y una blusa suya de estampados violetas otoñales. Y con la cuerda desenrollada en la mano, regresa al salón. Levanta subyugada sus ojos de nuevo al ventilador. Se sube a la mesilla del tresillo, ladea con cuidado una réplica de La Venus de Willendorf que hay encima. Ata una punta de la cuerda a la cepa de donde arrancan las cinco aspas del ventilador. El otro cabo lo anuda a su cuello. Luego, tira del cordón de arranque. Las aspas empiezan a dar vueltas. Poco a poco arrastran hacia arriba el cuerpo de Paulina. El motor no puede con tanto peso. La muchacha cae desplomada desde la mesilla al suelo. La estatuilla le acompaña en su caída. La Venus queda intacta. Paulina en cambio, estrangulada por la cuerda del tendedero que aprieta su garganta.

Quino deja la bicicleta junto a la farola. Saluda a Julián, el portero del edificio. Abre la puerta, lleva un beso para Paulina en sus labios deseosos. Y al ver a Paulina tendida sobre la moqueta verde del salón, sólo acierta a decir:
Dios mío, Dios mío, no entiendo nada.

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