domingo, 29 de junio de 2014

Sakura, la flor del cerezo



En cada destello del pensamiento, momento a momento crecerá una flor, y en cada flor se manifestará un buda. (El canto del Bodisatva. Tôrei Zenji)

Tenía un cerezo mustio y casi seco en el patio. Coleccionaba muertos como un cazador de mariposas. Y no los exhibía en la vitrina del mejor salón de su casa. Su necrofílica afición no se debía a ningún afán recaudaor, ni a desequilibrio emocional alguno. No estaba loco. No era un morboso maniaco perseguidor de sensaciones estrambóticas.

Los amigos, conforme iban muriendo, se presentaban por su cuenta en su casa. Nada de conjuros, ni posesiones. El no iba tras ellos. Eran los propios difuntos los que reclamaban su atención. Y todos ellos, a saber por sus palabras, coincidían en lo mismo. Cada uno de ellos, a su manera, con su deje y particular gangueo, entre ultratúmbico y telúrico. Hablaban en su peculiar idioma. Pero él los entendía a todos. Que tiene la muerte un don capaz de dotar a sus oyentes con un don universal de lenguas, un mismo timbre común e inteligible. Y estas eran sus palabras traducidas al común de los mortales:
Haznos un huequecito, necesitamos cobijarnos en algún sitio.
El no estaba loco. Los locos eran sus amigos los muertos, que no le dejaban en paz un minuto:
Tan sólo te pedimos que nos alojes en tu casa.
Sus amigos, conforme morían, perdían la orientación y el sentido. Y le suplicaban ayuda para poder recolocarse, pues vagaban como muertos en el paro, sin nadie que los empleara debidamente.
¿Y por qué ahora debo prestaros ayuda, si ya no la necesitáis? -les decía el amigo vivo.
Pues por eso mismo,- replicaban los muertos. No hay mejor ayuda, ni más agradecida, que la no impuesta. Va tu vida en ello. Estás en deuda con nosotros. Vivirás mientras estemos a tu lado.
A un vivo puedes darle la espalda, echarlo de tu casa, cerrarle la puerta, el corazón, la despensa. En cambio no hay vivo que pueda quitarse de encima a un muerto.

Pero este hombre, que al principio hemos llamado coleccionista de muertos, no lo era, sino por prescripción mortuoria. Tenía tres criaturas con sus pertinentes horrores infantiles, y además, una suegra asustadiza que se espantaba de su propia sombra. Si el hombre accedía a la hospitalidad que le imploraban los muertos ¿dónde pues alojaría a sus amigos difuntos sin perturbar la paz del hogar? Y volvían a insistir los muertos:
No somos disecadas mariposas de colección, ni sellos raros para embellecer un muro. Para ser nosotros no necesitamos de mucho espacio. Puedes albergarnos en el rincón más apartado de tu casa, en el patio, al fondo, junto a ese cerezo japonés que crece mustio y seco entre el óxido de las ventanas de tu dormitorio.
Y consintió por fin el hombre. Cada vez que un amigo muerto venía en busca de alquiler y hospedaje, lo alojaba en el patio oscuro a los pies del cerezo.

Y desde entonces no hubieron noches tan encendidas y aromáticas en la vida de aquel hombre. Y hasta las estrellas en eclipse de sol y lunas se confundían con las flores del universo.


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