martes, 8 de abril de 2014

Siendo invierno, te conocí en primavera





Siendo invierno, te conocí en primavera. Recuerdo que era lunes, pero fue el mejor domingo de mi vida. Y nada más mirar, te vi del todo, desde antes, desde siempre, mi estrella, te vi en aquella casita que alquilamos en el barrio de La Petenera, los anillos de la boda. Vi el ayer y las mañanas, las tristes y las placenteras. Y también en aquella mirada, vi una pareja de ancianos que cruzaba un paso de cebra. En tu mirada vi todos los colores de la tierra, el alba de todos los amaneceres, el pasional ocaso del atardecer interminable. Mirada eterna la mía. Eterna para lo bueno y lo peor. Allí estaba el vuelo de todos los pájaros, los maullidos de todos los gatos, las abuelas de todos los nietos, el rebrotar de todas la yemas del almendro, la lluvia de todas las lluvias, el silbo de todos los vientos, las tormentas, la caída de todos los tropiezos. El grito de todos los amantes en celo, las cuñadas, los vecinos soliviando, todas las ambulancias del parque móvil del globo terráqueo. Y viéndolo todo, ya no necesité mirar nada, sino sólo tu mirada. En tus ojos estaba el ancho cielo, el vasto mundo y dos viejecitos que esperaban que se pusiera verde un semáforo.

Me enamoré del suelo que pisabas, de las flores, su color y de su canto. Y hasta aquel olor a cebollas que salia de la fábrica a donde iba yo a esperarte cada tarde, me sabía a trigo verde, vino dulce, y canela en rama. Y la nieve que caía era fuego en tus manos sobre mi carne mojada. Y hasta las piedras se apartaban admiradas del rubor sobresaltado de tu cara, de tus brazos y de tus ganas que me llevaban en volandas, encendiéndome de amores en el agua, al pie del monte, bajo la sombra del arce, entre las rocas de la playa. No hice caso al eremita cuando me dijo que si miraba mucho al amor tal vez pudiera quedarme sin el pan y sin el perro. La dicha de tu mirada me embargó tanto que nada de lo que entonces veía, infeliz me parecia.

Y en una de aquellas felices tardes, de regreso a casa, con el sol cansado, vi también en tu mirada una pareja de abuelos discutiendo al cruzar un paso de cebra. Se peleaban porque uno iba más rezagado que el otro. Y se reprochaban, que al no ir acompasados, en línea y cogiditos de la mano, terminarían cayendo, tropezando enemistados como locos.

Y me dijiste:
¿Verdad, cariño, que de viejos, a nosotros no nos pasará lo mismo? Iremos siempre amarraditos, como va el agua ceñidita junto a la orilla del río, como va la madre con su niño, su sonrisa y la boca, juntos, como la luz y el sol, nunca separados para no hacernos daño, ni tampoco quedarnos ciegos? Tu eres mi alma, si de mi te escapas, yo me muero.
Luego vino el monopatín de aquel crío que tiró al suelo a uno de aquellos viejitos, a la pobre mujer que se soltó de tu mano. Estábamos en primavera, aunque parecía invierno. Después, ya no vi nada. Sola quedó tu mirada con el tumulto de la gente, la ambulancia, la policía de la ciudad, el zumbido de las sirenas. Luces de hogueras encendidas tocando arrebato, rompiendo amores, abriendo paso a una vieja, tan tonta de tu mirada, que no vio aquel loco monopatín que de bruces contra el suelo me tirara.

1 comentario: