lunes, 24 de febrero de 2014

La madre enferma




El día amanece fresco. Las altas temperaturas, al juntarse allá arriba con el frío de la atmósfera, se desatan en fuerte viento. La cortina de junquillos golpetea los cristales de la puerta del patio. Y este repentino cambio de clima, que va desde el sudor de la carne a la deshidratación del pensamiento intoxicado, llena de humedad la habitación. La madre enferma estornuda, siempre estornuda cuando le acecha algún imprevisto. Estornuda el cuerpo para airear su conciencia, para rechazar su asco al miedo. Los muertos, antes de morir, estornudan a los ácaros que anidan bajo el puente del blanco túnel.

Dentro de muy poco, gotas sonoras, grandes como tortas de gazpachos, caerán sobre las calcinadas losas de la terraza. Apoyada en la repisa, la hija se asoma a la ventana. Parada está sin hacer nada. Hay dos maneras de no hacer nada. Una: no hacer nada; y otra: darse uno cuenta de que no hace nada. Y esta segunda manera consciente de no hacer nada es tan creadora, y mucho más combativa, que si la hija se dedicara a expulsar de esta habitación a los Cien Mil hijos de san Luís, que se esconden debajo de la cama de la madre enferma. Ayer a esta misma hora, el sol entraba de lleno en la habitación. Ahora es, no siendo, como si fuera pasado, el atardecer, como si estuviéramos en las mismas puertas del ocaso. Un batallón de nubes cargadas de cieno galopa perseguido por los látigos del viento. La hija espera sin hacer nada. No debería la madre, ni la hija, esperar nada, para que lo escrito se cumpla. Pero es difícil estar asomado a una ventana, o acostado en la cama sin hacer nada y ¡no esperar a nadie, ni mirar nada, y morir completamente a ciegas!

La cortina del patio deja de sacudir los cristales. Ha cesado la arremolinada ventolera. La lluvia decidió llover en otro sitio. El vacío vuelve a llenar esta mañana de julio, en la que parte de la barriada duerme tranquila. El resto veranea en su doble residencia, allá en la playa. Las tiras pendulares de la cortina han detenido el tiempo. Vuelve la serenidad al estanque del día. Nada perturba la vida. Sus aguas no se mueven. Y siente la hija que la madre enferma, está justo detrás de ella, levantada. Quiere también la madre asomarse a la ventana, y esperar la lluvia para librarse de la nada que le viene encima y la confunde.

Donde más siente la madre el agua, es en la conciencia del cuello, su parte más sensible y vulnerable. También en los sobacos. Aquellas nubes de arriba parecen dos maderos bajo mis brazos crucificados, -le dice a la hija. Una niebla intensa envuelve a la madre en un aguacero, un aguacero dentro de otro aguacero, un aguacero vacío, un aguacero en tromba sin agua de donde salir no puede. Y ve ahora la madre como si desembocaran olas corriendo como caballos a la desbandada, talando el aire, esculpiendo desfiladeros sobre su cabeza sentenciada. Y en la mañana tórrida nota la madre enferma ese sabor a lluvia que viene del poniente, como aquella otra noche que diluvió en el Castillo. Tuvo que cargar con el hijo minusválido sobre sus espaldas. Y pregunta la madre a la hija:
¿Llueve? ¡Otra vez la lluvia! He sentido la humedad en mis brazos fríos. 
La hija la coge del brazo y acompaña a la madre de nuevo a la cama:
Tranquila, madre, la lluvia se ha perdido por los caminos del desierto.
No es hora aún para que la madre entre al trapo de la muerte. La hija no entiende de espiraciones y agonías; pero ve a la enferma más recuperada. Lleva unos días que no necesita ayuda. Se levanta sola. Ella sola pela la naranja, su postre preferido.Y hasta trocea la media libra de hígado que la hija le compra dos veces por semana. A la hija le han dicho que esta especie de carne restablece el hierro del que la madre anda necesitada. Tal vez por el medicamento ese tan caro que me han recetado, que hasta el inspector tiene que firmarlos, - piensa la madre. Y ya no es esa vieja muerta de miedo que ve ladrones por todos los rincones, que quieren robarle el alma. Ha recobrado sus ademanes atentos, espabilados. Ya está como siempre, dispuesta a colocar cada cosa en su sitio: un carrete de hilo que se cae, una servilleta olvidada, pequeñas cosas que para ella son la sustancia de la vida. Ayer después de comer, se puso incluso a fregar los platos como si tal cosa. Y ni siquiera pregunta como hace a cada momento: ¿Aún no ha parado de llover?

Después de dejar la hija acostada a la madre, a la mujer enferma no se le va de la cabeza la lluvia. Y cuenta y cuenta, y no para de contar que una vez fue tan grande el aguacero, que se inundó todo el Castillo, el barrio donde ella vivía con el hijo. Y al ver que el agua, en tan arreciada tormenta, sepultaba toda la parte baja de la casa, se echó a cuesta el hijo inválido, como un saco de piedras, y lo sacó de aquel diluvio, subiéndolo medio ahogado escaleras arriba, a la cámara, donde ahora los dos descansan muy cerca de las nubes que galopan como caballos blancos sobre sus cabezas dormidas.

1 comentario:

  1. Juan, mira a ver si añades enlaces para face o twiter para que podamos rebotar tus escritos. No es dificil, pero no me preguntes como se hace. un abrazo.

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