martes, 21 de enero de 2014

Besos a repelón






Aquel día, Pegui había estado casi toda la tarde en nuestra casa. Luego, mi hermana se despidió de su amiga entre apretones y abrazos. Y quise hacer yo lo mismo con un beso.

Pero aquel beso se escurrió en su cara. Ni siquiera me dio tiempo a saborear su piel sonrosada. Y mis labios quedaron secos como la tierra que besa raudo el aire. Antes de que las alas de mi deseo tocaran la flor de su rostro, ella torció a contrapelo el cuello, y mi beso cayó malogrado al suelo. Luego, Pegui, pidió perdón, y antes de salir a la calle, se metió directamente al baño. Y yo pensé, esta niña, es escrupulosa de narices. Ha tenido que ir a lavarse la cara, por si algo en ella le quedara de la humedad de mis labios.

Y al notar yo su aprensión, me vi como un erizo. Y aquel chasquido que, al comer carne de membrillo, mi hermana hacía con el resonar fuerte de su lengua sobre su paladar satisfecho, yo no escuché de la boca de su amiga. Al contrario, vi asco y repugnancia en aquel desaire de Pegui, como quien creyendo comer un dulce, lo encuentra luego picante y soso. Luego, con las prisas, el nerviosismo o el desapetito de aquel beso entre confuso y no dado, Pegui se dejó el paraguas.

A la mañana siguiente, era domingo. Y quise acompañar a mi hermana a devolver el quitasol a su amiga. Y así hicimos. Ya en el salón de la casa de los padres de Pegui, yo me limité a saludarla, abriendo los ojos un poco más de la cuenta. Un parpadeo tan sólo con mis cejas arqueadas, equivalente a un simple buenas tardes. Nada de aproximaciones, en un segundo plano, siempre detrás de mi hermana. Yo me senté en una mecedeora de rejilla, junto al sillón donde un gato reposaba sin apartar en ningún momento la mirada de su dueña. Mi hermana se acomodó en el sofá, las dos muy pegaditas. Pegui nos invitó luego a fanta y unas galletas de coco. Mi hermana y ella estuvieron riendo todo el rato. Toda la velada, mientras ellas conversaban de trapitos y esas cosas, yo estuve pensando en como debería decirle adiós a Pegui, si con un beso apretado y sonoro como los daba mi hermana, o tal vez, desde la distancia, como hacía mi madre asomada al balcón, cuando yo me iba por las mañanas al colegio. Ella besaba su mano y soplaba en su palma extendida hacia mi, enviándome un te quiero mucho, hijo. Me suele pasar muy a menudo, si me entretengo durante mucho tiempo cavilando en hacer esto, lo otro, o lo demás allá, al final todo resulta un batiburrillo, y no me decido por nada.

Recuerdo que mi hermana y Pegui hablaron también de un largo viaje. Las dos amigas se metieron en el cuarto de Pegui, y allí estuvieron más de una hora, tal vez preparando la maleta. Yo y el gato nos quedamos solos en el salón. El papá de Pegui era profesor de Geología en la universidad y muy aficionado a la vulcanología. Visitar las islas del Mar Egeo era la mayor ilusión de su vida, tanto por la belleza natural de esos parajes, como por la utilidad para su labor docente. El viernes mismo de esa semana Pegui y sus padres emprenderían vuelo a Atenas. Y ya una vez allí se desplazarían en barco a la isla de Santorini, célebre por sus cráteres y acantilados. De todo ello, me enteré allí mismo por la conversación que ambas mantenían.

Los padres de Pegui, durante el tiempo que estuvieran de viaje, tenían pensado dejar el animalito en un una residencia canina. Pegui se comía a besos al gato, al tiempo que decía: ¡pobre felinito mío, cómo te voy a echar de menos!. Y sus besos, ahora, no eran fríos, esquivos y precavidos, como aquel otro beso que a mí no me diera, y que de mi boca no se iba, cuando estuvo aquella vez en mi casa. Hasta llegué a justificar entonces aquel quite arisco de su cara. Tal vez ella creyera que, si mis labios untaran con un poco de saliva su cara, el Etna volvería a echar fuego por su boca. Pegui, como hija de su padre, un tanto tendría también de vulcanóloga. Seguro que aquella vez en mi casa, Pegui fue al lavabo para apagar su incendio imaginado.

Llegó la hora de despedirnos. Me levanté del asiento. El gato hizo un movimiento con el rabo, y noté en sus ojos una cierta tristeza, muy parecida a la que tenía mi padre antes de morir mi abuela. No dije nada, ¿para qué? Ninguna de ellas me hubiese hecho caso, sobre todo mi hermana. Un día le dije que había oído al perro del vecino cantar La internacional, y por poco convence a mi madre para que me ingresaran en el manicomio. Ellas dos, con sus cabezas enmarañadas se ensarzaron en un apretado y largo abrazo. Parecían dos manojos de cebollas. Yo, inhibido como un cardo, quise despedirme como un auténtico caballero, tal como en las peliculas hacen los mayordomos con sus señores: mis manos atrás, los pies firmes y en paralelo, y a continuación, una reverente y suave inclinación de cabeza hacia la figura de Pegui. La amiga de mi hermana, no sé, si ridiculizando mi educada cortesía, me miró con complicidad y un cierto encanto disimulado, como la gitana alegre y vivaracha que vende flores en la puerta del mercado de Verónicas. Ella, al contemplar mi elegante compostura, también se inclinó, pero no para reverenciarme, sino para tomar el gato entre sus brazos. 

Pegui, ahora no paraba de besar al gato. Y lo hacía mirándome de reojo, como queriéndome decir algo que que yo debería adivinar. Con tanto cariño y zalamería besaba una y otra vez al gato que pareciera comérselo vivo. Y ahora sí, los labios de la amiga de mi hermana chasqueaban de gusto, como si estuviera comiendo carne de membrillo. Pegui, también deslizó interrumpidamente su mano por el lomo aterciopelado. Y esta vez, fueron los ojos tristes del gato los que se clavaron en mi cara. Hubo un momento que los ojos del gato y los de Pegui se cruzaron en dirección hacia mi, y ya no supe si era Pegui o el gato el que me miraba. Pegui tal vez adivinara mi confusión, y acercó el gato hacia mi cara como pensando, pero no dijo nada, anda, pequeñín, dale tu también un beso a mi felinito, que te mueres de ganas. Y no tuve más remedio que darle un beso de repelón al gato. Un beso a medio camino, a regañadientes como aquel otro que aquel día ella en mi casa no me diera.

Mi hermana salió eufórica de la casa de Pegui, sabiendo que a su amiga le esperaba un viaje maravilloso. Yo en cambio volví a casa sin saber lo que, tanto Pegui como el gato, quisieron decirme con su intencionada y seductora mirada. Pero eso será material para otro cuento.

1 comentario:

  1. Ah! los viejos solo damos ya besos a repelón, pero siguen siendo hermosos y bienintencionados. Salud!

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