lunes, 7 de octubre de 2013

Sentado frente al mar




Sentado frente al mar, sentí que las cosas se deformaban, engordaban, enflaquecían como si fuesen montañas en plena gestación mesozoica. Y no sólo aumentaban de tamaño o decrecían, sino que adoptaban formas extrañas, tan extrañas y raras que me asustaron. Parecía haber entrado en un mundo en el que las leyes físicas, leyes que hasta entonces habían regulado y configurado mi realidad, ahora esta misma realidad era regida por leyes desconocidas que no obedecían a los cánones de mi habitual existencia.

Y le dije a la mar que tenía una barriga como de mujer encinta:
¡Retírate, hazte para atrás que me agobias y mis ojos se nublan de tu negra espuma, y no veo otra cosa sino tus olas que me sepultan!
Y, no sé por qué, me acordé de mi madre. Era un día antes de su muerte. Lo recuerdo como si fuese hoy mismo. Todas aquellas cosas que me sucedieron en la vida, estando por hache o por be yo muy cerca de la muerte, nunca se me olvidan. Tiene la muerte una muy hábil pedagogía para mostrarme el camino de la vida.

Aquella noche me tocaba quedarme con mi madre. Los hermanos, mientras que duró su enfermedad, nos turnábamos en su compañía. Y a eso de las tres de la mañana, cuando el día quiso zafarse de la noche, madre, estando impedida como estaba, se puso de pie en la cama y empezó a dar saltos como una loca. Se agarraba a la cortina, tiraba hasta descolgarla de sus rieles, y gritaba y gritaba. Ella quería que le ayudara a bajar de la cama, quería correr y escapar de aquella realidad ilógica en la que se adentraba como el agua cuando se cuela por el sumidero del patio en días de fuerte lluvia.

Y luego, cuando por fin pude verme libre del mar, allí sentado frente al mismo mar vencido y quieto, el mar yo, los dos ya en calma,  me quedé dormido y me vino a la cabeza aquel sueño:

Fuime a vivir a un descampado e hicime una suntuosa casa. Bueno, más que casa, lo que levanté fue una lujosa tienda de zapatos en medio de un desierto. ¿Quién iba a ir a tan apartado lugar a comprarse unos zapatos, si por allí no transitaba un alma? Los pocos hombres que en medio de aquel erial vivían, tenían los pies entullecidos y duros. Y más daño les haría llevar prieto un calzado. Y las mujeres preferían mostrar la belleza de su pies desnudos. Con todo, a pesar del sin sentido de mi suntuosa zapatería, me establecí allí como emprendedor del calzado. Todas las mañanas abría mi tienda, limpiaba el espacioso escaparate de cristal, daba cera al mostrador de roble, abría las persianas. Y si antes me acordara de madre, ahora recuerdo al señor Algaroti, aquel hombre del cuento de Bioy Casares (El amigo del agua) que pasaba sus día entre pianos en venta que nadie compraba.

Soñé que pasé en aquella tienda mía de zapatos de lujo casi toda una vida. Nadie llegó a entrar nunca a comprar nada. Y ya casi al final de mis días, por fin una bella muchacha, ¡malhaya la hora!, vino a la tienda del sueño y me dijo:
Quiero unos zapatos grandes, lo suficientemente grandes con los que podamos caminar usted y yo juntos. 
Y aún antes de que me viera con ella, los dos metidos en un gran zapato en forma de trineo, me dio tiempo a preguntarle:
¿Y hacia dónde vamos?
Hacia adelante, -me dijo- a ningún sitio.



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