jueves, 1 de agosto de 2013

En la Sierra de Ricote




Ítaca te dio el bello viaje.
Sin ella no hubieras salido al camino.
(Cavafis)


Para llegar a un lugar maravilloso no es necesario desplazarse más allá del fin del mundo. En apenas una distancia de sólo veinte kilómetros, y en menos de media hora, ya estamos en otro país lejano, exótico, muy particular y distinto. Nada que antes no llevemos dentro, podremos descubrir cuando lleguemos. Es una equivocación pensar que para dar con un paraje delicioso sea preciso surcar mares encolerizados o atravesar escarpadas montañas. Basta con asomarse desde el balcón de nuestra casa para descubrir el precioso jardín que bajo nuestros pies tenemos olvidado.

El valle justo acaba o empieza, (viene a ser lo mismo), en las puertas de Archena, tan sólo a un tiro de piedra de donde vivimos, un hoy que, por aburrido, nunca se convierte en mañana. Y nada más alcanzar los primeros huertos de Ulea, escuchamos desde lo alto de la torre del Gurugú la cadencia sinuosa del espejo de un río en el que frutales y limoneros peinan y enjuagan su cara con el pómez enjalbegado de sus tierras. El fuerte pitar del aire al atravesar el desfiladero del Solvente, me trae al oído aquellos versos del poeta diciéndole a la ciudad de Blanca: ¡Preciosa, corre, Preciosa, / que te coge el viento verde¡

Aún hallándose este pensil, repito, en el corazón mismo de nuestra región, su fisonomía no se parece en nada al resto de nuestra tierra. Como si el Valle de Ricote fuese el trasplante de una parte de aquel mítico Edén, con sus huertos, luz, sierras y azahares que en otro tiempo árabes generosos enclavasen para nuestra dicha justo en el centro mismo de la vega del Segura.

El caos y el esplendor de intermitentes irrupciones volcánicas cristalizadas. El beso continuado, dócil y tranquilo del río sobre los labios hermosos de unos márgenes lascivos, de carmín reverdecidos y exuberantes. El capricho aleatorio, una mezcla de fiereza y ternura, de huracanes y de brisa, de azules y rojos, ocres y amarillos sobre el encendido de las paredes abruptas de sus montañas, lenguas de fuego agradeciendo el azul del cielo.

En el azud de Ojós vemos gigantes compuertas de cemento y hierro apuñalar el corazón del río. Y por un momento sentimos un amargor en la boca, el jadeo agonizante y estrangulado de un Segura convertido en cloaca, el mismo río que se deshidrata nada más llegar hasta de donde venimos, el siempre rutinario trajín de nuestro cegado andar por casa.

Y en tan sólo un reducido espacio de terreno, todo está al alcance. En Ricote se dan cita el clamor y el desierto, el oasis y la sequía, la cumbre y el acantilado, la depresión y la altura. El don de una naturaleza con su física y orografía, su murmullo y el vapor oloroso de su Valle.

Y para culminar la jornada, dio la casualidad que el pueblo, sin nosotros saberlo, celebraba el día grande de sus fiestas en honor a san Sebastián. Nos mezclamos con las gentes, comimos de sus migas, ¡y muy sabrosas que estaban las jodidas ruleras! Y caímos en la tentación de coger el sol de sus limones. Compartimos una suculenta parrillada con los vecinos de esta Ítaca particular. Bebimos la alegría de su afamado vino, trabajado en el jaraíz de su tesón y honradez, la ilusión de su cosecha colmada. Nos balanceamos en el fluir de sus calles, sin saber si subíamos o bajábamos, si avanzábamos o retrocedíamos, o si despiertos dormíamos el sueño de una utopía.

En fin, un día favorable que nos enseñó a mirar de cerca la distancia íntima que de nosotros mismos nos aleja y nos separa.

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