lunes, 10 de junio de 2013

Miedo innombrable



Entre una pesadilla y la dura realidad no hay diferencias. Es el mismo terror su esencia. Aunque no siempre. A veces la lectura de una mala noticia, el visionado de un fatídico youtube me conmovían sin querer, y lágrimas indomables se escapaban de mis ojos. En cambio el hecho más trágico acaecido ante mis propias narices, me dejó inmóvil, indiferente aquella vez que me encontré con el fiambre de mi propio cuerpo sepultado entre las ruinas de mi casa. La sensibilidad de la materia. La insensibilidad del espíritu.

A Cortázar el miedo innombrable de un sueño le despertó y le hizo escribir La casa tomada. Y yo a su vez, para librarme de la inquietud que por entonces sufría, traigo, (nombro), aquí una desagradable experiencia tenida, para silenciar e invalidar, si fuera posible, su triste conclusión no deseada. Sueño y vida pueden producir un mismo efecto: la locura, el espanto y hasta la propia muerte, como (estando yo aún vivo), me ocurrió en cierta ocasión:

Vivía no muy lejos del río en una casa construida hacía muchos años. Su construcción sobre tierra de huerta, cimientos húmedos y arenosos, debido a la fuerte sequía que nos azotaba, resquebrajaba su base. En el techo del comedor había una grieta que se agrandaba conforme corrían los veranos. Cuando regresaban las lluvias, el terreno se enternecía, y el grosor de la hendidura se cerraba. Y ya no era tanta mi zozobra.

Pero con el tiempo, una mancha empezó por afear la pared. Y a pesar de recubrirla un montón de veces con pintura plástica, la imborrable sombra no se quitaba ni por esas. La horrible mancha se corría, avanzaba hasta llegar al final del pasillo. Mientras la mancha estuvo escondida detrás de la cómoda, no me preocupó demasiado. Pero luego, el fantasma de la descarada mancha daba de nuevo con más horror y virulencia su misteriosa e indecible cara. Acoté la mancha con un carbón para comprobar su dominio. Pero la mancha sin control extendía su lengua mohosa y verdinegra por las paredes, sobrepasando su límite acordonado. Todas las mañanas, nada más levantarme, pasaba mi mano extendida sobre la grisácea mancha. Y con la palma palpaba, y sentía sobre mis dedos mojados el líquido mugriento que sudoraba la pared enfebrecida. Luego, yo acercaba mi mano a la nariz y olía a fetidez sulfúrea ¡Y ay que ver, por mucho que me lavara, ese olor a funeral y a huevos podridos ya no me abandonaba a lo largo del día! Y por la noche no me dormía, pensando en cómo acabaría tal funesto desarreglo o desvarío.

Para solucionar este lamentable accidente, hubiera bastado llamar a fontaneros y albañiles. Ellos con su profesionalidad hubiesen remediado el problema. Cosa que hice. Repusimos desagües, tuberías y sifones. Pero la mancha seguía con su terquedad invadiendo, por dentro y por fuera, todos los muros de la casa, y llegó hasta el vallado del mismo jardín. Y no sólo eso. Después, una gota de agua  empezó a caer intermitentemente por debajo de la caldera de la calefacción. Vinieron también los del aire acondicionado. Cambiaron la bomba del agua, válvulas, llaves y filtros. Tampoco hubo manera. Luego aquella primera grieta insignificante del techo empezó también a gruñir de noche, como si por ella entraran en la casa bandadas de murciélagos hambrientos en busca de las neuronas de mi cerebro. Fui a ver al psicólogo, o a Eliot, que es lo mismo. Y me dijo el poeta de los cuatro cuartetos:
Para librarte de las penalidades que toda propiedad conlleva tendrás que traspasar el mismo sufrimiento. Aguarda sin esperanza. Para poseer lo que no posees, debes ir por el camino de la desposesión. Para llegar a donde eres, para irte de donde eres, debes ir por un camino en el que no hay éxtasis.  
Y volví a mi casa. Pero la mancha terca e irresistible seguía galopando a lomos del yeso descascarillado, de las circuvoluciones de mi cerebro, de los ladrillos roídos, del cemento reblandecido, dando borrones oscuros a diestro y siniestro. A tan vertiginosa carrera, dentro de poco, mi casa sería una esponja empapada de agua sucia. Y yo y ella: un cochambroso escurridero hacia el pozo ciego de los residuos fecales.

Y al coincidir este incidente que cuento (la invasión tenebrosa de la mancha sin causa y sin nombre sobre las paredes de mi hogar), con la lectura que yo entonces hacía de La casa tomada de Cortázar, me obsesioné aún más con mi propia destrucción. Tuve que acudir a la razón para que desde su cordura la mente me tranquilizara diciendo: No temas, tu no eres la casa.  Pero no hubo manera. De tal manera me identifiqué con la casa en peligro, que pensé que no podría resistir por más tiempo los tentáculos invisibles de agua sobre mis pertenencias, toda la herencia de mis padres, mi confortable cama, mis apegos, el jarrón de porcelana que me regaló aquella novia que no tuve. De arriba abajo, como un tornado vapulea caprichosamente viviendas, arboledas, carreteras y animales, yo también, si no me quitaba de enmedio, sería aniquilado, y de mí mismo desalojado.

Reconozco haber sido una persona poco curtida en desgracias. Y me acordé también de aquellos otros, desahuciados de sus cálidos hogares por bancos y policías, y que tuvieron el valor de enfrentarse cara a cara, valientemente, a su injusta expropiación. Yo en cambio, escogí el menos inteligente, el más cobarde de los desenlaces: me subí al tejado, y desde el alero, una noche de invierno me tiré a plomo, piedra humana lanzada al fondo del acantilado. Y me quedé, como quien dice, sin el pan y sin el perro.

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