jueves, 16 de mayo de 2013

No hay uno sin dos




¿Y por qué esa tonta manía de querer cristalizar el pasado de los padres en su presente? No era nadie sino no se veía retratado en el eslabón de otras vidas. Que no quería perderse en una historia anónima, y sin tener un espejo que lo mirara. No hay uno sin dos. El uno no existe, como no existe Beatriz sin Dante, Adán sin su costilla. Nadie puede de sí tener conciencia, si a su alrededor no hay alguien que te diga qué bonitos ojos tienes.

Matías, hasta que no conoció a Fuensanta, la hija de la confitera de la Plaza de la Cruz, era como si no hubiese nacido. Y decidió casarse cuando las fotos de sus padres, emborronadas por el tiempo, dejaron de mirarle. Y quiso ser parte del eterno correr de un camino sin ojos. ¿Sabría la Luna de su existencia, si al levantarse no viera al lucero del alba como la mira en el cristal del cielo?

Y así, Matías miraba y miraba el cuerpo de Fuensanta perforando su carne, proyectándose en la sonrisa del vivir suelto y sin contrapartida. Con sólo saber que ella estaba delante, ahí, en su presencia, le bastaba para tener acceso al jardín de su existencia. La boda fue su verdadero nacimiento. Ahora sólo tendría que contemplar día a día a su esposa para sentirse vivo. A Matías sin embargo poco le interesaba si su mujer pensaba lo mismo. Le pasaba al hombre lo que al alcalde del pueblo. Habiendo comido el primer edil, todo el mundo contento.

Y quiso el destino que la diabetes que Matías padecía desde niño, con los años afectara a su visión. Se quedó completamente ciego. A Fuensanta al principio no le importó. Confiaba que su marido, ahora ciego, sería mucho más tierno, comprensivo y sincero en los juegos del amor. Que con la pérdida de algún sentido, los restantes se agudizan; al menos eso creyó Fuensanta. Pero los celos de Matías se desbordaron aún más. Y si él no podía ver a su esposa, tampoco nadie jamás la vería, y mucho menos Quique el molinero. Luego, Matías tan sólo se limitaría a cumplir las palabras que Fuensanta le dijo cuando en la cama le dió aquel primer navajazo: ¡remátame, si eres hombre, y te quedarás de nuevo solo, como si no hubieses nacido!

Y en el día del juicio, el abogado pregunta a la sala:
¿Y cómo podría un ciego matar a su mujer
 Y es ahora el juez quien contesta:
Precisamente la mató por eso, porque estaba ciego.

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