martes, 7 de mayo de 2013

La diosa Ocasión


Sed plerumque sequitur Ocassio calvata.

Tras haber burlado con éxito la patrullera de vigilancia del Estrecho, tal era mi euforia y enajenamiento, mi soledad y mis miedos, que nada más tocar tierra, allí, en las mismas puertas de la vieja Europa, bajo un toldo de paja quemada, en un viejo chiringuito de playa, me acosté con quien sólo conocía de nuestra común hipotermia, nuestro mutuo rechinar de dientes. El frío apretujó nuestros cuerpos. Frotamos la soledad helada de nuestra piel con la sola intención de sobrevivir. De aquel roce existencial e instintivo nació nuestra pequeña Salvia.

Ya en el paraíso de la esperanza sin nombre, el infortunio no amainó así porque sí. Ya se sabe que la ocasión la pintan calva. Y yo confundí suerte y oportunidad. En un principio llegué hasta querer a este espalda mojada, ese negro de carnes prietas que me hacía gozar cada noche al compás del vaivén de la luna entre los brillos dulces de las olas de la bahía gaditana. Pero luego las cosas se complicaron. Abba se dedicó al trapicheo. Arramblaba un buen fardo de droga que luego vendía en pequeñas dosis. Los clientes llegaban al piso que teníamos en el arrabal del Puerto de Santa María, en una calle estrecha y de difícil acceso. Los drogatas hacían sonar una campana cuya cuerda iba desde la entrada a una de las habitaciones de la vivienda donde teníamos el dispensario. Entonces él salía a la ventana y los consumidores, tras llegar a un acuerdo sobre el precio, enganchaban el dinero en una pinza que había en la cuerda, luego él tiraba de la soga y les lanzaba por la misma cuerda la mercancia abajo.

A partir de entonces todo fue a peor. Yo ya no podía. El quería que me encargara de la venta del hachís, para él dedicarse exclusivamente a la farlopa. Empezaron las palizas. Los servicios sociales nos quitaron a nuestra hija Salvia, aquella caracola nacida del mar que la brisa rizada me entregó al recalar en España aquella tarde del chiringuito en la bahía. Pedí ayuda a una asociación de mujeres maltratadas. Ellas me llevaron a una casa de acogida. Abba me cameló de nuevo con la excusa de que tal vez juntos podríamos recuperar a nuestra pequeña. De nuevo la esperanza sin nombre. Sentí lástima. Volví. Hasta hoy, en que después discutir por nada, Abba con un bote de conserva, de un mortal mazazo, me ha aplastado el cráneo.

Dentro de dos días, tres agentes de paisano apresarán a Abba con no sé cuantos gramos de cocaína en roca, con un montón de dinero, décimos de lotería, joyas de oro, radiocasetes, una cámara de vídeo, un martillo percutor, una balanza de precisión..., pero la policía jamás dará con la vida que me arrebataron sus manos asesinas.

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