viernes, 19 de abril de 2013

Siempre es lo mismo



Desde la torre redonda, el camino baja hasta la calle del viento. Y pegado a un seto de baladres sin flores serpentea un pequeño río artificial que desciende impasible y sin alma por las calles de todo el mundo. Estamos en abril, pero al río se le da lo mismo, a la torre se le da igual. En verano o en invierno no cambian su metabolismo.

Y para variar, y seguir siendo el mismo, voy contra la costumbre, río arriba, de atrás para adelante, como los niños que juegan a vencer el aire con sus espaldas de escudos de cartón mojado por el callejón que empotra al viento contra el puente allá abajo en el valle. Y desde la parte alta del viejo castillo contemplo a lo lejos la ciudad con su vega de parcelas descoloridas, una gama de verdes nacientes, el mismo pueblo de mis padres muertos, los mismos montes, el mismo cielo.

En el brocal del nacimiento contra natura de un arroyo prefabricado por la industria humana resoplan blancas bocanadas de espuma, una espesa luz que emborrona a presión artificial el color de la mañana. Luego más tarde la cortina de seda, lámina de cristal empañado, se descorrerá soleada sobre el estanque iluminado de unos patos milenarios.

El lecho del cauce es limpio, que siempre parece nueva y viva la corriente; pero a decir verdad, siempre la misma. Los largos brazos del agua, una vez que han alcanzado la vuelta del sendero, se ocultan entubados para regresar por obra de un interruptor eléctrico a su mismo lugar de origen. Una sepultada bomba hidráulica se encarga de engañar a los ilusos que creen que el agua es siempre viva y otra.

Nuestra vidas son los ríos a decir de Manrique. Pero este cauce es un canal mecanicista, repetitivo, mentiroso, circuito cerrado de un fluir vicioso y manco. El acontecimiento de la sucesión continua de su manto líquido es siempre el mismo, troquelado de tanto rodar sobre sí mismo. Siempre los mismos callosos dedos del agua, su música rallada. Los niños que ayer jugaban a tapar las calles por el callejón del viento son los mismos viejos que hoy calientan sus huesos al rescoldo de la tarde en aquel banco junto a la revuelta de la churrería de Avelino el aceitunero.

Hoy una muchacha embellece su figura con su media hora de senderismo por este paseo junto a la senda del agua. Mañana será aquel otro el que con sus auriculares, su trote, y un marca pasos, recorrerá el mismo camino del agua. Otras nubes, otras lluvias, otras zapatillas, pero siempre la misma agua con su sonrisa falsa, el engaño entubado que nos regala la misma vida como si fuera estrenada, envuelta en papel de embalar, de un solo uso, tras el sopor del mediodía.

Ahora soy yo, pero ayer fue mi padre el que anduvo este mismo camino del agua que va desde el estanque de los patos hasta la torre redonda. Los mismos gansos de ayer con otras plumas.

Aquí junto a este estanque redondo mi padre sintió también el mismo olor a domingo, a churros calientes con chocolate en una mañana soleada y fría. El frito de la masa seduce su pituitaria progenitora. Y tras guiñarle el ojo a la joven churrera le compra una rueda a la hija del aceitunero.

La misma rueda, otros churros, el mismo sebo, otro aceite, el mismo chocolate es el que en esta mañana de abril saboreo en compañía de mi mujer, ¡por cierto! la nieta de Avelino, aquel aceitunero del pueblo. Aquí junto a la olivera, el mismo olivo que antaño plantara su abuelo.

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