miércoles, 24 de abril de 2013

Las flores del gallinero




Seis gallinas de encendida cresta con su trajinar alegre y el caracoleo aguerrido de un gallo viejo al que nadie, por el vivo colorido de sus alas, echaría sus casi diez años, corretean el pequeño gallinero. Aquí van a parar las sobras de nuestra comida y los manojos diarios de verdolagas, lizones, dientes de león y demás hierbas que dadivosas brotan por los rincones de la huerta. Entre la lluvia, sus excrementos, la descomposición resultante y el continuo remover de patas y picos, se forma un pastizal que es necesario limpiar de vez en cuando, si queremos coger los huevos limpios de mierda y paja. Toda esta basura en carretones la vierto en un pequeño y apartado hoyo, el estercolero, que cubro con un tupido espolvoreo de tierra y agua. El tiempo, la humedad, el sol, la oscuridad con callada y milagrosa industria se encargan de quemar y fermentar todo este estiércol hasta convertirlo en fecundo abono. Cadena que repite infinita y próspera el retorno de una creación siempre floreciente y activa.

Esta mañana, capazo a capazo, vacío casi todo el basurero, y voy derramando este natural compuesto alrededor de cada árbol: los almendros, el peral, el melocotonero, los naranjos, las dos oliveras. Y al abonarlos, los siento con su identidad particular, los nombro uno a uno. No son unos árboles cualquiera. Yo mismo los planté, los cuido, los palpo y miro sin parar, con el mismo placer que una gata recién parida lame a sus crías. Tienen su peculiar armazón. Desde su cruz particular, alzan sus brazos cual sacerdotes en oración ferviente. Su distintivo pie, huella inconfundible de su distinguido pose, rectitud y fortaleza. Y lo mismo, los dos nogales, la jacarandá y el pino. Aquí hasta los perros tienen nombre y apellidos.

En este quehacer ando esta mañana, entre raspaduras de tomates, peladuras de patatas, cortezas de pepinos, las hojas de las moreras caídas en el pasado otoño, forrajes y otras sobras, amasadas con las secreciones de las gallinas, y que se han convertido en alimento, savia futura de estos árboles, que me sobrevivirán, y a los que mis hijos, años más tarde, tendrán que hablarles, si quieren comunicarse conmigo. Porque un muerto donde menos está, es quieto en su nicho del cementerio. Un muerto, si vive, está sobre todo en aquellas cosas y en las personas a las que con amor entregó su vida.

En este oficio me empleo ahora. Y mi esfuerzo se incrusta, cual extensión de mi propio cuerpo, en las raíces dormidas de estos árboles, que callados reciben con gusto el fruto de mi trabajo. Los árboles como los pueblos tienen su idiosincrasia, su propia lengua. Las flores de sus yemas detonadas hablarán a los ojos de quienes en esta primavera se asombren de su elocuencia. Los árboles tienen también su olor particular. Y así como nuestra mujer, nuestro amigo, las personas huelen a ellas mismas, el albaricoquero huele a mayo; el granado arrebata con su pasión a entrega; el almendro transpira honestidad. Los árboles, como mi sudor de hoy, huele a venturoso destino, sombra y refrigerio. Y este es mi orgullo que, aunque su rico bocado mañana para mí no sea alimento ni complacencia, sí lo será para los que por aquí pasen y vean. Y esta es mi pena, y también mi alegría: poder contarlo y de corazón sentirlo.


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